El Espíritu Santo suscita en la Iglesia diversos ministerios según van siendo las necesidades del Pueblo de Dios.
Qué tal, amigos, soy el seminarista Juan Cruz Huerta. Actualmente curso el tercer año de teología, la última etapa de formación del seminario. Me es muy grato compartir con ustedes algo de lo que es el ministerio de lectorado y mi experiencia al haber recibido esta responsabilidad para el servicio de la iglesia.
El sábado 5 de mayo del presente año, junto con otro compañero de etapa, recibí de manos de nuestro Obispo Sigifredo el ministerio de lector, ministerio que nos acerca más hacia el sacramento del orden sacerdotal. Recibir este ministerio es para mí motivo de gran alegría, pero a la vez es una gran responsabilidad, pues significa que debo seguir esforzándome por crecer en mi respuesta al Señor, en mi configuración con Cristo y también en la perfección de la virtud del servicio a ejemplo del buen pastor, Jesucristo, que vino a servir y no a ser servido.
Pero veamos un poco acerca de la historia de este ministerio. Como ya dije al principio del artículo, el Espíritu Santo suscita en la Iglesia diversos ministerios para rendir el debido culto a Dios y para el servicio del pueblo según sus necesidades. Es así como los ministerios se fueron agrupando en dos; ministerios mayores y ministerios menores. Los ministerios mayores para quienes aspiraban al sacramento del orden sacerdotal y los menores para ejercerlos en las acciones litúrgicas de la Iglesia. El lectorado se ubica dentro del grupo de los ministerios menores y, aunque lo puede recibir cualquier bautizado, en la actualidad casi siempre lo recibe un aspirante al sacramento del orden sacerdotal.
El papa Pablo VI en la carta apostólica “Ministeria Quaedam” del 15 de agosto de 1972 establece: “El lector queda instituido para la función, que le es propia, de leer la palabra de Dios en la asamblea litúrgica. Por lo cual proclamará las lecturas de la Sagrada Escritura, pero no el Evangelio, en la misa y en las demás celebraciones sagradas; faltando el salmista, recitará el salmo interleccional; proclamará las intenciones de la oración universal de los fieles, cundo no haya a disposición diacono o cantor; dirigirá el canto y la participación del pueblo fiel; instruirá a los fieles para recibir dignamente los sacramentos. También podrá, cuando sea necesario, encargarse de la preparación de otros fieles a quienes se encomiende temporalmente la lectura de la Sagrada Escritura en los actos litúrgicos. Para realizar mejor y más perfectamente estas funciones, medite con asiduidad la Sagrada Escritura”.
Los requisitos para que un seminarista reciba este ministerio, previa convocación del obispo, son: haber terminado el segundo año de la última etapa de formación del seminario, solicitarla por escrito y entregar la solicitud antes de la fecha marcada como ultimo día de entrega de solicitudes. Después, según el parecer del equipo formador y habiendo analizado el proceso de formación del seminarista, se decidirá si se le instituye o si habrá que esperar un poco. El candidato queda instituido lector mediante un rito muy sencillo: el obispo lo instituye invocando la bendición de Dios y su gracia para ejercer tal ministerio.
En el seminario, ser instituido lector, es uno de los pasos que hay que dar para acercarnos al sacramento del orden sacerdotal, por lo que, implica una gran responsabilidad, pues nos vemos urgidos a crecer en el amor a la Sagrada Escritura y meditarla diligentemente para cada día ser mejor discípulo del Señor, y poder decir como el salmista: “Tu palabra es antorcha para mis pasos, luz para mi sendero” (Salmo 119,115).
Doy infinitas gracias a Dios por haberme aceptado para este ministerio, pues soy consciente de que ser lector no es un premio, sino un don de su amor para la edificación de su iglesia. Imploro al Señor su gracia para desempeñarlo y para que mediante este servicio a mis hermanos él sea glorificado. Le pido también el amor y el apego que me falte a su Palabra, pues en esa medida iré siendo mejor discípulo suyo.
Que todo sea para la gloria de Dios.
Amén.
Por Juan Cruz Huerta Sánchez
Tercero de Teología