Cincuenta días después de la resurrección celebramos la solemnidad de Pentecostés, la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles; es decir, después de la renovación pascual, continua la misión. Solos no podemos, es por ello que el Señor Resucitado envía al Espíritu Santo para que nos enseñe todo y, más aún, nos renueve. Al igual que los apóstoles podemos hoy en día estar invadidos de terror, miedo, preocupaciones, problemas familiares, escolares, públicos, etc., pero sucede que el Espíritu Santo quiere llenarnos de fortaleza, quiere quitarnos el miedo e impulsarnos hacia a adelante, a que busquemos nuestro destino final y seamos felices, bien lo dijo el papa Francisco: “A echarle ganas”.
Pero, ¿cómo dejarnos renovar por el Espíritu Santo?
1°. Dejarnos consolar por él. Es importante que nos dejemos consolar por él, ya que esta fue la promesa de Jesús a sus apóstoles: “Y yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre” (Jn 14, 16); esto se cumple a través de sus 7 sagrados dones. Debemos llenarnos de esa sabiduría que procede de lo alto, para entender el proyecto de Dios para nosotros, para mí; pedirle su entendimiento para aceptar siempre las verdades reveladas en su Palabra; solicitar el don del consejo para nunca equivocarnos, es decir, distinguir lo verdadero de lo falso; pedir la ciencia para cada día conocer a Dios; solicitar el don de la piedad para estar siempre abiertos a la voluntad de Dios; pedir el don de la fortaleza para enfrentar las dificultades del día a día de la vida cristiana. Finalmente, el don del temor de Dios, ya que este don nos mantiene siempre en el debido respeto frente a Dios y en la obediencia a su voluntad, apartándonos de todo lo que le pueda desagradar.
2°. Dejarnos amar por él. Hemos escuchado muchas veces que Dios es amor. Pero hoy más que nunca, en una sociedad invadida por la indiferencia, es urgente que nos la creamos. Ya lo decía santa Catalina: “Nada cautiva más al hombre que el amor y la bondad”. Porque cerca de una persona bondadosa se respira hondo y se vuelve a vivir, nada como la bondad nos acerca más y mejor a Dios. Dejémonos transformar por el amor de Dios, ese amor que es siempre fiel, aun en nuestra infidelidad él permanece fiel. No tengamos miedo de amar y ser amados. Ya el gran San Agustín nos dice: “Ama y haz lo que quieras”. Solo el que ama puede conocer a Dios, porque este es el rostro de Dios. Por consiguiente, si amamos Dios, Dios habita en nosotros y nosotros en él y seremos felices.
El Espíritu Santo es el amor de Dios en persona. Es decir: podemos tratar al Amor de tú. El Amor ve y oye. El amor mismo nos responde. Jesús nos regaló su amor, su Espíritu Santo. Es decir, no nos regaló un tipo de ideas originales, sino que nos dio su Espíritu Santo como una realidad viviente, que hace algo, a quien se puede hablar, que oye, responde, siente, conduce, a quien se puede rezar, etc. El Espíritu Santo está con nosotros del mismo modo que Jesús estaba con sus discípulos. Igual de cerca. Igual de accesible. Igual de atento. Igual de sanador. Igual de milagroso.
3°. Dejarnos seducir por él. Para que suceda esto, es necesario escuchar en el silencio de nuestro corazón a Dios, ya nos lo decía la madre Teresa de Calcuta: “Dios habla en el silencio del corazón y solo tienes que escucharle”. Dios no se manifiesta en el ruido sino en la armonía. Apaguemos nuestros ruidos y dejemos que el fuego devorador nos arrebate y nos purifique. No vivamos un pentecostés más y seguir siendo los mismos, es necesario que abramos nuestro corazón y dejemos que actúe Dios en nuestra persona y, una vez renovados, salgamos y contagiemos a los demás y animémoslos a ser felices, ya que la Pascua no termina, la Pascua sigue porque el Señor siempre vive en medio de nosotros.
Ojalá que en esta solemnidad dejemos que el Espíritu de amor, el amor del Padre y del Hijo venga, inflame nuestros corazones y seamos capaces de contagiar a los demás. Seamos sencillos, ya que la persona más sencilla, abre su corazón al Espíritu de Dios, puede encontrar inmediatamente la paz y la alegría, porque el amor mismo llega a él y pone su morada en él.
Por Juan Francisco González Escalante
Segundo de Teología