Hoy la primera lectura (1 Re 17, 10-16) se enmarca en una sequía que estaba a punto de matar de hambre a los habitantes del pueblo. Lo curioso de todo ello es que aquí el profeta Elías anuncia el fin de esa sequía, pero no precisamente en territorio del pueblo elegido, sino en Fenicia, en una aldea llamada Sarepta, donde una viuda apenas puede atender a la petición del profeta que le pide todo lo que tenía para vivir. El profeta se vale de este signo para anunciar que Dios hará que no falte el pan y el aceite (porque vendrá la lluvia y habrá trigo y el olivo dará su fruto). Esta es la esperanza que anuncia la abundancia de harina y aceite.
Todo esto concuerda con el evangelio (Mc 12, 38-44), donde aparece la figura de una viuda que da todo lo que tiene con sus dos monedas. Ella lo la dado todo… es decir la vida misma, lo que tiene, lo que posee, a diferencia de los otros que dan de lo que les sobra, poniendo de manifiesto su manera de vivir, es decir, una religión vacía, hueca, donde la mirada de Jesús como lo marca el evangelio aún no ha penetrado en su corazón.
Todo esto Jesús lo aprovecha para dar un ejemplo, una explicación a sus apóstoles de cómo debe de darse una religión plena y con sentido, poniendo ante Dios todo lo que somos y tenemos ofrendando incluso la misma vida. Y la explicación es que, con todo esto, el relato de hoy quiere poner de manifiesto que los pobres son más generosos para compartir que los que gozan de todo, y ese “todo” es precisamente lo que ciega el corazón del hombre y no permitimos que Jesús nos mire, no permitimos que se acabe nuestra sequía, y sobre todo no confiamos en Dios.
Una religión sin fe, es un peligro que siempre nos acecha… que tiene muchos seguidores, a semejanza de los escribas que buscan y explotan a los débiles, precisamente por una religión mal vivida e interpretada. Jesús ha leído la vida de aquella pobre mujer cuando la miraba. Esa mirada de Jesús va más allá de una religión vacía y sin sentido; va más allá de un culto sin corazón, o de una religión sin fe, que es tan frecuente. En cambio, cuando compartimos con generosidad nuestros bienes, ya sean materiales o espirituales, cuando compartimos la vida misma con los demás, también a nosotros nos mira Jesús y recibe con amor aquello que ponemos en sus manos y nos anima con la confianza de que, con él, jamás nos faltará todo aquello que necesitamos para vivir.
Gerardo Chávez López
Segundo de teología