«El Señor es mi Luz y mi Salvación» (Sal 26). Nos hemos venido preparando a lo largo de la Cuaresma para celebrar y reflexionar sobre el Misterio Pascual de Cristo con el cual Dios nos demuestra cuánto amor tiene por nosotros y no solo eso, sino también la salvación que trae a cada uno. Jesús, lleno del Espíritu de Dios, trae las gracias que necesitamos sin importar cómo seamos o cómo nos comportemos ante los demás, incluso sin importar las intenciones que haya en nuestros corazones.
Encontramos en el evangelio (Juan 12, 1-11) cómo Judas tiene una apariencia de ser bueno, de interesarse por los pobres, cuando, en realidad, solo busca un bien propio y no el bienestar de la comunidad, busca la venta de aquel perfume no para ayudar, sino más bien para seguir llenando su bolsa de dinero. Hoy esta actitud la vemos no solo en personas ajenas a nuestra fe, sino en muchos de los que nos decimos cristianos, en los que profesamos la fe católica. ¡Cuántas veces no ponemos nuestros intereses personales por encima de los de la comunidad!
Son pocas o nulas las veces en que nos atrevemos a hacer obras de caridad, en que hacemos algo por el hermano necesitado. Muchas veces es mejor cerrar los sentidos a la realidad que nos rodea, es mejor voltear hacia otro lado cuando hay un hermano enfermo, cuando hay un hermano tirado por algún problema o alguna dificultad por la que está pasando.
Ante una sociedad tan llena de injusticias es necesario que dejemos actuar al Espíritu de Dios que acompaña a Jesús en su misión. Dejémonos también mover por ese mismo Espíritu para promover la justicia a nuestro alrededor, para mostrar el amor hacia los hermanos, para vivir la caridad con aquellos que lo necesitan, y dejemos a un lado las actitudes poco cristianas o de poco amor, porque es urgente que demostremos no con palabras, sino con la misma vida que somos seguidores de Cristo, que lo aceptamos en nuestras vidas y somos capaces de vivir lo que él nos enseña con su propia vida.
Estamos viviendo un tiempo de gracia en donde se nos invita a una conversión que venga desde el corazón para que caminemos juntos con Jesús, para alcanzar esa vida eterna que nos ha prometido y que con su pasión, muerte y resurrección nos ha alcanzado. Dejemos a un lado las actitudes que nos estorban y nos impiden ir al encuentro del Señor, también todas aquellas que nos alejan de los hermanos y que en lugar de ayudar nos llevan a alejarnos de ellos.
Es necesario que en esta Semana Santa que estamos comenzando hagamos un verdadero análisis de nuestras personas, de las actitudes que tenemos ante Dios y ante nuestros hermanos. Veamos qué tanto hemos sido capaces de aceptar la salvación que Jesús trae, qué vida hemos venido viviendo y, si descubrimos alguna falla, pongamos de nuestra parte para cambiar lo que sea necesario, para mejorar esa relación con Dios y con los demás.
Pbro. Juan David Villalpando