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Inteligencia, ¿Emocional?

Todo lo que conocemos acerca de la realidad, se encuentra impregnado por los sentimientos y emociones que experimentamos en cada aprendizaje. Y es que las personas recordamos mejor todo aquello que tiene una mayor carga afectiva o emocional. Esto es mucho más evidente en la infancia, dónde el valor sentimental del niño tiene gran importancia a la hora de retener, porque, ¿quién de nosotros al escuchar una canción de cuna o al comer un platillo sabroso o al oler ciertos aromas, no nos remontamos a nuestra infancia a través de recuerdos permeados de fuertes sentimientos (buenos o malos) que se han arraigado profundamente en nosotros? Todo esto es posible, gracias al papel fundamental que juegan las emociones en nuestra vida, porque incluso ocurren antes que el mismo proceso de razonamiento.

Según Salovey y Mayer (1990) la inteligencia emocional consiste en la habilidad para manejar los sentimientos y emociones, discriminar entre ellos y utilizar estos conocimientos para dirigir los propios pensamientos y acciones. García Cuadrado en su obra Antropología filosófica (2001), cuando habla de la afectividad humana aborda el tema del valor cognoscitivo de la afectividad, afirmando que lo que sentimos no es solo una forma de valoración de la realidad sino también de las mismas operaciones humanas, es decir, tanto los estímulos externos como las acciones que realizan despiertan emociones en la persona. De hecho al analizar las emociones y los sentimientos, Cuadrado distingue cuatro elementos comunes que suceden siempre, sin importar la persona: el primero es que siempre existe un factor desencadenante, es decir, siempre hay una causa en la realidad de lo que nosotros experimentamos: la pérdida de un ser querido nos puede generar tristeza, viajar a un lugar hermoso puede generarnos alegría. El segundo elemento es la perturbación anímica la cual se refiere a que según la impresión subjetiva que tuve sobre lo que experimenté, tendré una reacción positiva o negativa al respecto. El tercer momento del proceso es la somatización de lo que siento en el interior, por ejemplo, si sentí miedo ante algo peligroso, es posible que lo demuestre con sudor, temblor de manos o ansiedad. Por ello aunque queramos engañar a otros diciendo que no tenemos nada, los demás podrán intuir lo que nos sucede al observar lo que físicamente expresamos, como tantas veces seguramente nos ha pasado con nuestros amigos o familiares que son para nosotros muy cercanos. Finalmente, nuestras emociones se manifestarán en alguna conducta que nuestra voluntad decidirá si realizar o no. Si el miedo a subirme a un juego mecánico es tan marcado que lo empecé a externar con algún síntoma como piernas temblorosas o ansiedad, yo decidiré, movido por mi voluntad, si enfrentar mi temor o mejor evitarlo y alejarme de él.

Los dos últimos puntos son de mucha importancia en nuestras relaciones interpersonales, pues dependiendo de cómo asumamos nuestros sentimientos y emociones será la forma como nos relacionemos con los otros. Muchas veces la inteligencia emocional llega a superar a la intelectualidad al punto que no es el conociendo teórico el que abre las puertas. Seguramente lo hemos notado alguna vez, ¿cuántas veces no hemos visto que grandes intelectuales y personas de excelente vida laboral experimentan una pésima vida social? Por esta razón, es importante educar no solo intelectualmente sino también emocionalmente, porque lo que sentimos, como ya lo decíamos, se externa en actitudes y decisiones que afectan toda nuestra vida. En el ámbito educativo ya se empieza a notar este cambio, pues ahora ya se comienzan a impartir nuevos talleres y clases en nuestras escuelas, cuya finalidad es trabajar este lado afectivo de la persona para que pueda desarrollarlos asertivamente, cosa que antes no sucedía.

Finalmente es importante mencionar que existe una gran relación entre lo que sentimos y nuestra felicidad. Ciertamente, la felicidad es mucho más que sentimientos agradables o simplemente no sufrir nunca, pero el manejo que tengamos de nuestra vida emocional repercutirá de alguna manera en ésta. En ocasiones, este equilibrio en la afectividad no se alcanza a lograr, y por ello puede suceder, que lo que la persona siente no concuerda objetivamente con la realidad; por ejemplo, quien comete un delito y se siente bien por ello; no significa que el cometer delitos sea bueno solo porque le da una aparente sensación de felicidad a alguien, sino que la persona ha dañado su afectividad a tal grado, que cree que lo que hace es bueno aun cuando la realidad nos dice todo lo contrario. De esta forma podemos explicar de alguna manera por qué hay quienes sienten bien al hacer el mal objetivo como el caso del delincuente. Esto es así porque las personas buscamos siempre lo que sentimos que es bueno para nosotros.

Santo Tomás de Aquino, retomando el pensamiento de Aristóteles en su Suma Teologica dice: “Para que la voluntad tienda a un objeto, no se requiere que éste sea bueno en la realidad, sino que basta que éste sea captado como bueno”. Por ello, como dijo Juan Pablo II en Persona y acción (1969) “nuestra afectividad tiene valor de verdad en tanto se adecúe con la realidad”. Aquí vemos una razón más para emprender esta tarea de educar en la inteligencia emocional, principalmente desde el hogar, porque aunque aparentemente no sea algo útil para nuestra sociedad tan pragmática, con el tiempo nos daremos cuenta que es una herramienta que, durante toda la vida, nos ayudará a mantener sanas relaciones con los demás, e integrar nuestra personalidad sin fragmentarla, y sin minusvalorar la vida emocional y afectiva.

Jorge Landeros Sánchez

Segundo etapa discipular

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