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Beato Miguel Agustín Pro | Sacerdote y mártir zacatecano

«De esa clase de santos quiero ser yo: ¡Un santo que come,duerme, hace travesuras y muchos milagros…!»

José Ramón Miguel Agustín Pro Juárez nació el 13 de enero de 1891 en Guadalupe, a 7 kilómetros de la ciudad de Zacatecas. Su familia estaba constituida por once hermanos, de los cuales el Padre Pro era el tercero; y sus padres: Don Miguel Pro, administrador de minas, y Doña Josefina Juárez. Su infancia y sus estudios tuvieron como escenario diferentes lugares como lo fue Monterrey, Concepción del Oro y Saltillo.

Desde pequeño fue virtuoso y alegre, en los eventos familiares creativa e ingeniosamente realizaba actos para deleitar a su público, como formar una orquesta típica, declamar poemas y muchas cosas más que lo distinguieron desde pequeño. En Concepción del Oro, Zacatecas, recibió su primera comunión de manos del mártir de la confesión San Mateo Correa Magallanes. Más tarde, a la edad de quince años, ayudaba a su padre en la oficina, despachaba a los trabajadores, les daba su salario y préstamos, se encargaba de los documentos, entre otras labores. Vivió en el seno de una familia piadosa y cristiana, siempre sirvió a los demás. Gracias a su madre, doña Josefina, pudo estar cerca de los más necesitados y socorrer a los pobres con viáticos y medicinas.

En 1911 entró al noviciado jesuita en el Llano, Michoacán. Al principio le desconcertaba la actitud de sus compañeros, su seriedad, las caras largas, como lo diría él mismo. La persecución obligó a los sacerdotes y seminaristas a abandonar los seminarios, conventos y lugares de culto que fueron utilizados como caballerizas y cuarteles. Su alegría lo caracterizó en la Compañía, su alegría e ingenio que desde pequeño lo caracterizaron, su caridad y espiritualidad eran únicas. La persecución lo hizo emigrar a diferentes lugares fuera del país que estaba en lo más borrascoso del conflicto revolucionario.

En 1915 estudió Letras en los Gatos, California, su alegría y humor era tan portentoso que hasta los momentos más trágicos los recordaba después como una historia chusca y jocosa. Después pasó a Granada, España, donde estudió retórica en 1916. En el año 1918, al terminar sus estudios filosóficos, impartió clases en colegios jesuitas.

En 1922 estudió teología en Barcelona. Después, en 1924, continuó sus estudios teológicos en Bélgica. Su salud era muy deleznable, tenía una úlcera que lo hacía sufrir. En un tiempo se le diagnosticó cáncer de estómago. Muchos creían que no tenía la capacidad para recibir las órdenes. Su enfermedad no le impedía ser él mismo, el Pro alegre y humorista, él no tenía miedo de lo que físicamente le ocurría. Fue ordenado el 31 de agosto de 1925.

Una úlcera estomacal, la oclusión del píloro y toda la ruina del organismo hicieron prever un desenlace rápido al final de sus estudios en Bélgica. «Los dolores no cesan -escribe en una carta íntima-. Disminuyo de peso, 200 a 400 gramos cada semana, y a fuerza de embaular porquerías de botica, tengo descarriado el estómago… Las dos operaciones últimas estuvieron mal hechas y otro médico ve probable la cuarta». Su organismo se reduce a tal extremo que sus superiores en Enghien tratan de apresurar el regreso a México, para que la muerte no lo recogiera fuera de su patria. Antes de su regreso a México, visitó Lourdes, lo cual fortaleció su vida y su ministerio sacerdotal.

Unos cuantos días después de su llegada a México, se promulga la «Ley Calles», la cual prohibía toda clase de culto público, incluso en privado. Al llegar, el trabajo del Padre Pro se intensificó. Cuentan que confesaba horas sin detenerse y postergaba sus horas de comer por dedicarse a su labor ministerial.

Después, el Episcopado Mexicano decide cerrar los templos. Muchos sacerdotes fueron deportados y otros más dejaron el ministerio, pero el Padre Pro siguió ágilmente su ministerio.  Ni la guerra, ni el hambre, ni la persecución le impidieron seguir. Su confianza y su deseo por el martirio se intensificaron cada vez más. Celebraba misa a escondidas; tenía un horario para todos los días, atendía en diferentes horas a niños, jóvenes, señoras, señores y ancianos; dedicó el tiempo para sus pobres, llevaba despensas, se las ingeniaba para ayudar y diariamente realizar su ministerio. Confesaba en el parque, en las esquinas, daba pláticas a los obreros. Se disfrazaba de catrín, de obrero, de payaso, policía, estudiante, para así despistar a quienes lo buscaban. En varias ocasiones logró escapar de la policía y así podía continuar su ministerio. Se juntaba con mucha gente, ni la persecución le quitó su buen sentido del humor y su alegría. Generosamente pedía por el alma de Calles, por la religión.  Su entrega generosa hacia la Iglesia y a los pobres lo llevó dar cada vez más, sin importar lo que pasara. Su corazón y su confianza estaban en Dios.

Hubo un atentado dinamitero fallido contra el Gral. Obregón, del cual fueron acusados falsamente los hermanos Pro. El verdadero autor del atentado fue el Ing. Luis Segura Vilchis y otros jóvenes quienes planeaban terminar con la vida del presidente electo.El Papa Pío XI había defendido a los católicos mexicanos y había condenado la injusta persecución en tres ocasiones a través de documentos públicos dirigidos al mundo. Calles, el perseguidor, estaba irritadísimo contra él; pero no pudiendo descargar sus iras contra un enemigo tan distante, las descargó contra un eclesiástico, el P. Pro, al que la indiscreción de una mujer y un niño hizo caer en las garras de la policía mientras cometía sus cotidianos delitos de llevar la comunión, de confesar o socorrer a los indigentes. Calles se vengaría del Papa en un cura. Y aprovechando que el P. Pro estaba en los sótanos de la Inspección de Policía, atribuyó a él y a sus hermanos la responsabilidad de un acto cuyo verdadero autor no había podido ser descubierto. La prensa acusaba al Padre Pro, pero sabían que era inocente. El mismo Ingeniero autor del atentado, al saber de las acusaciones injustas hacia los Pro, se presentó ante la inspección declarando la inocencia de los hermanos indicando su culpabilidad, a lo cual se le apresó inmediatamente, pero no se dejó en libertad a los Pro sin sombra de investigación judicial.

Es así como el día 23 de noviembre de 1927 a las diez de la mañana llamaron a la celda del Padre Pro. Al salir, se encontraba el paredón lleno de gente, varios invitados, diplomáticos, policías, políticos y fotógrafos. Fue escoltado por detectives y fue cuando un apresador se dirigió verbalmente y le dijo que lo perdonara, el padre Pro lo perdonó y le dio las gracias. Después le preguntaron cuál sería su última voluntad, y él deseó rezar, lo cual le fue permitido. Tuvo tiempo para arrodillarse un momento y tener un momento de intimidad con Dios para entregar su vida por México, por sus pobres, por la Iglesia. Su anhelo estaba a unos instantes de ocurrir,  mientras tanto llegaba el destacamento de fusilamiento.  Después se levantó, abrió los brazos en cruz empuñando sus únicas armas (un rosario y un crucifijo) y dijo: «¡Viva Cristo Rey!» sus últimas palabras en la tierra y su primer cántico en el cielo. Los verdugos dispararon y él cayó al suelo. Aún se percibía su respiración, por lo cual uno de los verdugos le dio por último el tiro de gracia.

Esta es la historia de un hombre que supo ganarse el corazón de muchos mexicanos, un hombre que pudo vencer las batallas del maligno y entregó todo por Cristo y su Iglesia hasta el final: «No hay un amor más grande que el dar la vida por los amigos» (Jn 15, 13). Hoy celebramos el nonagésimo segundo aniversario de su martirio, lo recordamos con alegría y nos encomendamos a su intercesión para llevar el testimonio de fe y no desfallecer en este mundo cambiante.

“Corazón de Jesús, soy todo tuyo, pero custodia mi promesa a fin de que pueda ponerla en práctica hasta el total sacrificio de mi vida”

Mario Ramón Ontiveros Villegas

Seminarista de primer año, Seminario Menor

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