Zaqueo, el hombre rico y jefe de publicanos de baja estatura, a pesar de sus limitaciones físicas y espirituales desea ver a Jesús. Y este deseo es más fuerte que todas sus limitaciones (cfr. Lc 19, 1-10).
Queridos hermanos, este domingo Nuestro Señor nos invita a convertir nuestro corazón como Zaqueo que se convirtió por deseo de recibir la salvación que viene de Dios. Sabemos por la Escritura que Zaqueo era cobrador de impuestos, y que, en tiempos de Jesús, éste era un oficio que, por su propia naturaleza, distanciaba del resto de la sociedad pues no era bien visto desempeñar el cargo y enriquecerse a expensas del esfuerzo y el trabajo de los demás. Era un pecador público y nuestro Señor Jesucristo no tiene impedimento alguno para hospedarse en su casa.
El deseo ardiente del pecador de contemplar a Jesús es lo que le hace digno a los ojos de Dios. Y es que no podemos verle si no es con la conciencia limpia y con el ferviente deseo de convertirnos y de estar abiertos a recibir la gracia que de él proviene. En esta ocasión no es un mendigo el que sigue a Jesús, no es un enfermo ni un leproso que busca la salvación; ahora es un rico que recibe con alegría a Jesús en su casa, que se compromete a corregir el camino de su vida, aunque esto implique esforzarse más y dejar la vida de comodidad que ha tenido. Zaqueo reconoce la necesidad de los demás y su propia capacidad de ayudarles, por eso entregará la mitad de sus bienes a los pobres y restituirá cuatro veces más a los que haya defraudado. Zaqueo ha permitido que Jesús toque su corazón.
Y estas son, precisamente, tres actitudes que nosotros debemos tener: procurar ver a Jesús, recibirle en nuestra casa y permitir que, a través de la escucha de su palabra, toque nuestro corazón. Ver a Jesús implica seguirle e imitarle, es verlo con los ojos del alma y con el espíritu que mueve nuestros corazones y los hace arder al reconocer que él nos ama a pesar de nuestras propias limitaciones físicas y espirituales. Jesús ve más allá de ellas: ve las intenciones de nuestro corazón y de nuestros actos; y así, por pura misericordia y puro amor, es capaz de sanar nuestra alma y decirnos: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa».
Pero, para ello, precisamos reconocernos pecadores y necesitados de la compasión de Dios. Entre todos sus atributos, su bondad y su misericordia son insospechadas: se compadece de nosotros, aunque no lo merezcamos, y perdona siempre nuestras faltas.
Dejemos pues que la salvación llegue a nuestra casa, recibamos a Jesús en nuestro corazón, pongámonos de pie como lo hizo Zaqueo y entreguemos nuestra vida al servicio de los más necesitados y pidamos perdón a aquellos a los que hemos defraudado. Convirtamos nuestro corazón y recibamos en él a Dios, porque solo él puede llenar nuestra vida de la felicidad que tanto anhelamos.
Héctor Raúl Luján Cerda
Seminarista de Primero de Teología