Hace unos días cerca del Seminario asesinaron a un par de policías, seguramente que hoy también ha habido muertes provocadas, como ha venido sucediendo en gran número desde hace, no solo semanas, ni meses, sino años. Y me pregunto: ¿Será que ya nos acostumbramos a vivir entre la muerte, la violencia, el mal? ¿Algún día tendremos paz? ¿Nuestros pueblos volverán a tener armonía como antes parecía que había?
Hoy en día podríamos sentirnos decepcionados de muchas personas, de toda una sociedad, y también de nosotros mismos. Y aun con todos los problemas que nos acechan, mi respuesta a las preguntas anteriores es positiva: Creo que un día volverá la paz y la alegría, pues de hecho está entre nosotros, aunque escondida, orillada. Y es que Jesús mismo es nuestra paz y nuestra alegría, es fuente de esperanza y la prueba de un mundo mejor: el Reino.
Este segundo Domingo de Adviento leemos en la Escritura cómo Dios atiza la esperanza de su pueblo, le anima a levantar su mirada caída, le promete días de gloria, de paz y justicia, luego de que ellos lo habían perdido todo: sus pertenecías, su tierra, sus familias, casi hasta su dignidad, y los pilares de su fe se habían venido abajo: vivían exiliados en un país extraño que los oprimía. «Al ir, iban llorando, cargando la semilla; al regresar, cantando vendrán con sus gavillas».
Que no muera nuestra esperanza. Dios no nos abandona, pero el hombre sí se aleja de él, y por su libertad, es propenso a elegir caminos equivocados, a poner su confianza en cosas vanas, como el dinero y el poder. De la libertad y el corazón del hombre brotan muchas cosas que nos hacen padecer.
Podemos decir que nuestro mundo hoy es como un desierto, un desierto espiritual, donde no hay nada, donde las cosas que más se valoran son al final de cuentas solo arena, que en cualquier momento la mueve el viento; un desierto caluroso y a la vez frío donde hay hambre y sed, sed espiritual, ansias de algo que nos llene de sentido, que nos dé felicidad… pero solo encontramos desigualdad, injusticias, muertes, ambiciones, escándalo por doquier. Pues en un desierto como este, resuena «una voz», como la de Juan el Bautista en aquel tiempo: «Preparen los caminos del Señor», porque ya viene. Hoy me atrevo a decir que en medio de este desierto escuchamos un grito fuerte, casi desesperado, que clama al Señor, que invita a revisar nuestro camino para abrirle paso, para que nuestros pueblos se conviertan en algo mejor.
¿A caso has escuchado ese grito? ¿A caso has sentido la impotencia y la desesperación? La voz también resuena en nuestro interior: es posible una vida diferente. Empieza con la conversión. Y la conversión no comienza con doctrinas y enseñanzas, ni rituales y rezos vacíos, comienza con el encuentro. El encuentro con la persona de Jesús, que cada día se nos presenta de distintas maneras, esperando hallar el camino a la casa de nuestro corazón. ¿Has preparado el camino?
Esperar que los problemas se solucionen solos es inútil e insensato. El Reino de Dios está cerca, más cerca de lo que pensamos, de hecho, ya está aquí. Ahí donde pones amor, ahí donde tienes compasión, donde no das lugar a la envidia y a los celos, donde no dejas pasar la ambición, donde rechazas la mentira y la corrupción, donde no le entregas al dinero tu corazón, donde dejas que aparezca Dios. Allí está el Reino, y junto con él el perdón y la reconciliación, eso que tanto necesitamos en nuestras vidas para tener paz y comenzar a ver las cosas de manera diferente, para comenzar a vivir de manera distinta, al estilo de Jesús.
Es posible una vida diferente, si cada uno comienza a vivir al estilo del Reino y vamos contagiando a nuestro paso el estilo de Jesús. Es posible.
Jesús Alberto Gallegos Cabral
Tercero de teología