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La Ascensión del Señor, una enseñanza para orar y actuar

Este domingo solemne de la Ascensión de Nuestro Señor Jesucristo, dentro de la Pascua, tiempo litúrgico que el próximo domingo estaremos concluyendo con la solemnidad de Pentecostés, está dedicado especialmente a este hecho narrado por San Lucas, tanto en su narración evangélica (Lc 24, 46-53) como en la segunda parte de su misma obra, que es el libro de los Hechos de los Apóstoles (1, 1-11).

Jesús, antes de partir a la diestra del Padre, se aparece a sus discípulos dejando en claro que la Escritura se ha cumplido plenamente en Él. Si leyéramos completamente el último apartado del Evangelio de San Lucas, en el v. 45 Jesús les abre el entendimiento a sus discípulos para comprender la Escritura, explicando su Pasión, su Muerte y su Resurrección.

Jesús se va, pero no deja su nueva Iglesia a la deriva, pues exhorta a los discípulos para quedarse en la ciudad y así ser revestidos de la fuerza que viene desde el cielo, que sin duda es el Espíritu Santo. De hecho, esta conclusión del Evangelio de San Lucas y la primera lectura de los Hechos de los Apóstoles llevan la misma sintonía del autor lucano.

La Ascensión, antes de ser un hecho triste para los seguidores del camino por la partida del Señor, se convierte en un momento de júbilo, de alegría, de impulso. Los discípulos no se quedaron mirando el cielo, más bien esa mirada los llevó al servicio, a la evangelización en la ciudad de Jerusalén y sus alrededores, ante todo en el templo. Esa mirada al cielo ha llevado a los discípulos a tomar fuerzas, pues la primitiva Iglesia apenas comienza a tener una identidad que se entenderá mejor en la venida del Espíritu Santo.

Al aplicar la Palabra de Dios en la vida ordinaria, la oración debe dirigirse siempre a lo alto, es decir, siempre debe tener como centro a Jesús. La oración debe ascender como el incienso que se usa en la Eucaristía, como dice el salmo 140: «Suba mi oración como incienso en tu presencia». Que nuestra oración se centre en Cristo con el auxilio de esa fuerza que nos promete: el Espíritu Santo. Pero que no se quede sólo en una mirada, antes bien, la oración debe impulsarnos como a los Apóstoles, es decir, debe llevarnos a la acción con nuestro prójimo, sobre todo en la familia, en el trabajo, en la escuela, con nuestros vecinos. Que el Espíritu Santo nos enseñe a saber mirar a Cristo en el cielo y a llevar su Palabra y buenas obras a los que nos rodean.

Rodolfo Gabriel Llamas Ramírez

Seminarista de Primero de Teología

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