Quedaron de darle 30 monedas de plata… éste fue el precio por el que Judas cambió a Jesús. Estamos acostumbrados a escuchar esta escena, pero vale la pena profundizarla un poco, para comprender que, en realidad, el peligro de Judas, de cambiar a Dios por otra cosa, es un peligro constante para cualquiera de nosotros.
La traición de Judas fue un trato comercial. Algunos comentadores dicen que lo que buscaba él, era algo de retribución, algo de ganancia personal, porque sospechaba que no pasaría nada. En otras ocasiones habían tratado aprehender a Jesús, pero en todas ellas se había escapado, y efectivamente, la vez que por fin lo capturaron, fue porque un amigo lo entregó. Notemos también que nadie le arrebata la vida, es él quien decide entregarla. Y el hecho de que hubieran sido 30 monedas, es más que una cuestión meramente económica.
El significado bíblico del «precio de Jesús» se encuentra en los textos del antiguo testamento. Según el Éxodo, se fija en «treinta siclos de plata» el precio a pagar por un esclavo que ya se considera inútil (Cfr. Ex 21,32). También el profeta Zacarías, al renunciar a seguir apacentando al pueblo, en representación de Dios, pide su salario, y le conceden «treinta siclos de plata» (Cfr. Zac 11,12-13). El riesgo es que cualquiera de nosotros, podemos cambiar a Dios, dejar de hacer su voluntad, porque lo consideramos «menos útil». Pero es la mentalidad del fiel que considera a Dios como alguien o algo que «me sirve», y lo uso «mientras me sirva»; cuando Dios deja de ser «útil» a mi vida, podré cambiarlo. Y así, se vuelve a pagar el precio, pero esta vez, por un nuevo Judas. La verdadera actitud cristiana, no es ésta: «Dios es el que me sirve»; lo contrario es verdad: el hijo no ha venido a ser servido, sino a servir (Cfr. Mt 20,28).
Aquí entran en juego una actitud del pseudo-discípulo muy antievangélica: el deseo de beneficio personal, de hacer «lo que a mí me conviene», al cabo que «no pasa nada». Esta actitud tiene mucha resonancia en los evangelios, porque Jesús invita a quien quiera seguirlo, a que no luche por salvar su propia vida, a no vivir para sí mismo, sino que invita a la apertura, a una vida más entregada a él, al Evangelio y sus valores (el Reino, la justicia, paz, misericordia…). El verdadero seguidor de Cristo, es quien vive para los demás. Precisamente la primera lectura muestra cómo el seguidor, el que está en constante contacto con La Palabra de Dios (que es una referencia directa a Jesucristo, el Verbo del Padre hecho carne), es el que encuentra, en esa misma Palabra, la alegría de seguir entregando su vida en sacrificio.
Es Jesús quien nos invita, y es él mismo quien nos acompaña en la entrega total. La vida sacrificada por amor como ofrendas, es siempre una vida con dificultades y dolores, y caminar sólo es casi garantía que no habrá perseverancia. Por eso Jesucristo nos invita y acompaña. Quien camina con Jesús en la vida de entrega, al ver que caminamos juntos, encuentra consuelo, fortaleza y alegría, al ver que la vida nuestra no es tan diferente a aquella de Jesús. En esto de vivir nuestra pascua, somos invitados a vivirla con él.
Sería ingenuo de nuestra parte, pues, la actitud del creer que nosotros no somos como Judas. En realidad, la humilde actitud de los discípulos en la cena, es un ejemplo a seguir. Cualquiera de nosotros podría ser el traidor, ¡inclusive sin darnos cuenta! Por esto, el preguntarnos, como ellos lo hicieron «¿Acaso seré yo, Señor?», es lo correcto. Pues es posible, si no es que ya lo hemos hecho (¿Acaso soy/fui yo, Señor?), que consideremos a Dios y su voluntad sobre nuestras vidas, como algo inútil, que no merece tanto la pena, y así, hayamos decidido, desde hace tiempo, quizás, cambiarlo por las 30 monedas de plata, en su nueva denominación personal.