Con la celebración de la entrada de Jesús a Jerusalén iniciamos la Semana Mayor, en la cual recordamos el Misterio Pascual de Cristo, es decir su pasión, muerte y resurrección. En el texto del evangelio de San Mateo donde se nos narra el ingreso de Jesús a la Ciudad Santa (Mt 21, 1-11), vemos que la muchedumbre se aproximaba a dicha ciudad entrando por Betfagé, en el Monte de los Olivos. Acuden para celebrar la fiesta de la libertad, la fiesta de la Pascua, el memorial del Dios que sacó al pueblo de la esclavitud y opresión de Egipto, para llevarlo a la esperanza, y al abrazo de la pertenencia del pueblo elegido de Dios. Jesús como buen judío, sube también a Jerusalén para celebrar dicha fiesta con sus discípulos, y lo hará por última vez. Envía a dos de sus discípulos para que le preparen su llegada y entrada a la ciudad, tienen que llevarle una borrica que encontrarán atada con su pollino. De esta manera se hará memoria de los profetas y se volverán a repetir sus palabras: «Digan a la hija de Sión: Mira a tu Rey, que viene a ti humilde, montado en un asno».
A su ingreso a la Ciudad Santa, Jesús es aclamado como Rey, y la multitud que se encontraba en las calles que se dirigen hacia el lugar de la fiesta, extienden sus mantos por el camino y con ramas de los árboles las ponen al paso de Cristo; estos son los honores y las señales de que han ofrecido su esperanza y su vida. En realidad, la subida de Jesús desde la llanura de Galilea, es la subida de Jesús a la cruz; por lo tanto, la subida hasta la presencia de Dios tiene que pasar necesariamente por la cruz: la cruz es el camino, es la subida hacia el amor extremo, se convierte en el verdadero Monte de Dios, el lugar del encuentro de Dios y el hombre.
Los peregrinos que se encontraban en la ciudad para la celebración de la fiesta aclaman a Jesús con las palabras del salmo 118: «¡Hosanna al hijo de David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!» He aquí el Salvador, el Mesías que viene a rescatar a su pueblo y a ofrecerse en sacrificio en la Ciudad Santa. Donde se llevan a cabo los diferentes sacrificios cruentos y de alimentos a Dios, ahora es Cristo el cordero que viene al lugar del sacrificio donde será inmolado: solo el amor hasta el extremo, solo el amor que por los hombres se entrega totalmente a Dios es el verdadero culto, el verdadero sacrificio. La hora de los sacrificios de animales había quedado superada, se forma el nuevo templo: Jesucristo mismo, en el que el amor de Dios se derrama sobre los hombres; Él es el templo nuevo y vivo, el que pasó por la cruz. De este modo, la purificación del templo, como culmen de la entrada de Jesús en Jerusalén es el signo de la ruina inminente del edificio y de la promesa del nuevo templo, promesa del Reino de la reconciliación y del amor instaurado por Cristo.
Dejemos que Jesús entre triunfante en la ciudad de nuestro corazón, aclamémoslo verdaderamente como nuestro Rey y Señor, pongamos a sus plantas el manto de nuestra fe y de nuestro amor, y dejemos que purifique el templo que somos cada uno de nosotros, e iniciemos la celebración de esta Semana Mayor con una actitud abierta a su gracia, para que se realice en nosotros una verdadera conversión interior.
Pbro. Eduardo Huerta Muro
Coordinador de la dimensión espiritual, etapa Configurativa