Hoy comenzamos el Triduo pascual, y se comienza con la solemne liturgia de la última cena, o también conocido como la instauración de la Eucaristía. Pero es importante notar que san Juan no se habla directamente de la cena, sino de otro acto: el lavatorio de pies. Esto tiene un significado profundo. Para san Juan, el compartir con Jesús su vida, el participar de la Eucaristía y el servicio en favor de los hermanos, son tres cosas que van unidas, y no se entienden una sin la otra.
Ciertamente en los relatos de la institución de la Eucaristía, Juan es el único que no menciona los elementos que quedaron establecidos para «celebrar la misa», como lo son el pan, el vino, las palabras de Jesús sobre las ofrendas. Probablemente porque cuando él escribió este evangelio, todos los cristianos ya conocían «la fracción del pan», pero las comunidades cristianas estaban en peligro de pasar por algo que también es esencial a la Eucaristía: la caridad y el servicio a los demás.
Recordemos que Jesús es quien se propone como modelo más perfecto de quien desea hacer la voluntad de Dios, que entre otras características consiste en la entrega total de la vida en favor de los demás. Y el significado profundo de quien participa de la Eucaristía, o, mejor dicho, de quien se alimenta de Cristo, y toma el mismo cáliz de Jesús (signo de participación en la pasión redentora) es que su vida debe parecerse a la de él, hasta en la entrega radical de su existencia. Hacer nuestros sus sentimientos, sus actitudes, su pasión, su entrega y sus hechos, es una necesidad y finalidad propia de nuestra fe.
Y el resumen que deja Jesús en un solo gesto es este: servir a los hermanos, como si fuéremos sus siervos. Jesús aparece así como esclavo, o como dice san Pablo: «tomó la forma de esclavo» (Flp 2,7). A este gesto, Pedro es quien presenta una queja. Simón había visto muchas veces la grandeza de Jesús, incluso vio las veces en que deseaban declarar a Jesús como rey. Estamos acostumbrados como Pedro, no sólo a considerar como superior y digno de gloria a Jesús, sino a tratarlo como tal. Por esto es comprensible que sea algo chocante ver a alguien de la categoría de Jesús, en un puesto que normalmente consideramos propio de «gente menos valiosa». Es normal que estemos acostumbrados a que quien vale más, le toque hacer menos; y esto no necesariamente significa maldad de nuestra parte, puede ser un gesto de cariño y admiración, pero eso no impide a Jesús mostrar que no ha venido a ser servido, sino a servir. Y esta es una de las grandes enseñanzas de este día: quien es grande, lo es porque sirve y se entrega, con amor y generosidad, a los demás.
Ante la negativa de Pedro, aunque sea una actitud de amor, Jesús responde con una advertencia y censura. Pedro necesita someterse en todo a Jesús, seguirlo hasta el extremo del servicio. El peligro de no hacerlo, es el de no tomar parte en la suerte de Jesús, o, mejor dicho, de ser excomulgado, no ser de su partido, no compartir su vida. Quedar fuera de la auténtica comunión con Dios es un dolor superior a cualquier cosa, para quien verdaderamente ama a Jesús. Y aquí está la clave: quien de verdad ama a Jesús, no tiene miedo de «levantar la copa» de Jesús, participar de su vida, porque más vale al amante perder la vida, antes que verse separado de su amado. Nadie podrá entregarse a tal grado, ni servir a ejemplo de Jesús, si no lo ama en verdad.
Por esto, el celebrar la Eucaristía es un gesto de amor en dos sentidos: es una invitación de parte de Dios a comer el Cordero pascual, a unirnos íntimamente la vida de Dios en Jesucristo; y a estar preparados a seguirlo, a caminar con él, haciendo lo que sea necesario, con tal de seguir a su lado, viviendo como él vivió: en servicio y entrega a los demás.