En este día santo, la liturgia nos presenta el misterio de la Cruz, misterio de la vida de Dios entregada por amor a nosotros y por nuestro bien, hasta el extremo de la muerte. Ésta es la idea principal que se repite en toda la liturgia: por nosotros.
En la primera lectura, el cántico del siervo de Yahveh, queda manifiesta la profecía, en la que el servidor de Dios y de los hombres acepta libre y voluntariamente la misión dolorosa, con tal de salvar a los hombres. Jesucristo tiene en su corazón un amor extremo por nosotros, pero es también de notar que este amor que lo lleva a la cruz, es también un fiel reflejo del amor que nos tiene el Padre, que nos ha entregado a su Hijo único, en favor nuestro. El deseo de salvación es común a todas las personas de la Trinidad santísima. Somos profundamente amados por Dios, y por nuestro bien, Dios es capaz de entregarse, sin considerar mayor su dignidad o su bienestar. A los ojos de Dios, valemos más que su propia vida y comodidad: éste es el amor de Dios a cada uno.
Cuando contemplamos el camino que recorre Jesús para nuestra salvación, queda manifiesto que la voluntad de Dios no es fácil de comprender, ni sencilla de vivir; pero la voluntad de Dios debe realizarse. Dios quiere que todos los hombres se salven. Pero esta entrega fiel a la voluntad del Padre, aunque dolorosa y no sin dificultades, no está desprovista de un cierto gozo: el camino del amor significa sacrificio, pero también es cierto que quien ama, es verdaderamente feliz.
La entrega de Jesús es cumplimiento de la voluntad de Dios, pero también es una oblación. Esto quiere decir que, en su corazón, Jesús no se entrega contra su voluntad, sino que ha sabido unir su voluntad a la de Dios. Por eso «nadie le quita la vida», él la entrega, porque quiere. Jesús nos muestra que así debemos hacer los seguidores, buscar que el cumplimiento de la voluntad de Dios sobre nuestras vidas no sea una imposición y un yugo de esclavitud, sino una entrega generosa, y ser así un acto de amor voluntario. Sólo quien llega a unir su voluntad a aquella del Padre, es capaz de entregarse con alegría, y ser feliz entregando su vida.
La contemplación de este misterio, el ver a Jesús muerto en la cruz, puede confundirnos, pero al mismo tiempo nos esclarece el sentido del amor cristiano y el sentido de nuestra vida como creyentes. Tú y cada una de las personas vale la vida misma de Dios; la vida humana, por más pequeña e insignificante que sea, vale la sangre del único Dios. Quien es iluminado por este misterio de la Cruz, comprende el valor tan grande que tienen todos los que nos rodean. Su salvación se vuelve algo prioritario, no sólo para Dios, sino también para quien percibe el misterio del amor y la vida.
Para quienes hemos sido bautizados, esto quiere decir que participamos de la misma vida de Jesús, es decir que nuestra vida está llamada a unirse a la de él. Estamos invitados a sentir y desear con Cristo. Por eso, quien vive su bautismo, vive en su corazón un deseo intenso de cumplir la voluntad de Dios, de entregarse para la salvación de los demás, no por obligación, sino movidos por amor, un amor que no es vencido ni por los miedos ni por los obstáculos, aunque los haya.