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DOMINGO XII DEL TIEMPO ORDINARIO

 “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz de cada día, y sígame” 

En la liturgia de este domingo encontramos la revelación de Cristo, del Mesías: una revelación inesperada porque no correspondía a las expectativas de los judíos. Jesús pregunta a los discípulos: “¿Quién dice la gente que soy yo?”. La gente expresa diversas opiniones: algunos piensan que Él sea Juan Bautista; otros,  que Elías; otros, que uno de los profetas. Luego Jesús pregunta a los discípulos, que lo conocen íntimamente, que han podido ver su bondad por los enfermos, por los pecadores, por los pobres, y su poder en los milagros por Él cumplidos: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?”. 

Pedro, tomando la palabra, responde: “El Cristo de Dios”. Pedro reconoce en Jesús al Mesías prometido por Dios tantos siglos antes y esperado con vivo deseo por todo el pueblo hebreo. Pero Jesús ordena severamente a los discípulos que no dijeran esto a nadie. ¿Por qué Jesús no quiere que la gente lo reconozca como el Mesías? Evidentemente porque ellos tiene la idea equivocada sobre el Mesías: piensan que el Cristo debe ser un triunfador, uno que combate por su causa y vence a los enemigos con una fuerza extraordinaria.

En cambio, Jesús sabe que el Mesías no tendrá una suerte de tal género. Sabe que su misión no es la de tomar armas, de combatir, de provocar una insurrección, sino la de seguir una camino doloroso. Por eso dice: “El Hijo del hombre debe sufrir mucho, y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar al tercer día”. Esta es la suerte del Cristo: una suerte dolorosa, pero para obtener después una victoria más bella que aquella soñada por los hebreos. Jesús sabe que debe vencer el mal y la muerte por medio del sufrimiento y de la humillación aceptada por amor, y llegar así a la victoria de la resurrección.

De este modo los apóstoles vienen educados para reconocer la verdadera identidad del Mesías, que tiene consecuencias sobre el modo de ser cristianos. “Cristianos” quiere decir ser discípulos de Cristo, del Mesías y, para serlo, es necesario seguir a Jesús, ir detrás de él, aceptar de participar de su misma suerte. Por eso dice: “Si alguno quiere venir detrás de mí, niéguese así mismo, tome su cruz de cada día y sígame”. Así llega a ser discípulo de Jesús: no soñando victorias obtenidas con la fuerza, sino buscando victorias sobre el mal, sobre el pecado y sobre el egoísmo. Estas son las verdaderas victorias, que dan un valor inmenso a la vida. Afirma Jesús: “Quién quiera salvar la propia vida, la perderá; pero quien pierda su propia vida por mí, la salvará”.

De estas palabras nosotros recibimos una gran luz, y somos liberados de nuestras ilusiones. Espontáneamente nosotros nos hacemos tantas ilusiones; buscamos nuestras satisfacciones materiales, pensando encontrar en ellos la plenitud de la vida. Jesús en cambio nos revela que no es este el camino a seguir. La vía a seguir para encontrar la verdadera felicidad es el camino del amor, y esto significa luchar contra el egoísmo. Todos los hombres hablan con placer de amor, pero pocos son realistas y saben que el amor se manifiesta realmente en la lucha contra el egoísmo. 

En la primera lectura Dios promete, por boca del profeta Zacarías, de derramar sobre la casa de David y sus habitantes de Jerusalén un espíritu de gracia y de consolación, un espíritu de piedad y de imploración: “Mirarán al que traspasaron”. Con esta frase enigmática el profeta anuncia la suerte del Mesías. Anuncia que derivará un espíritu de conversión, y por lo tanto de renuncia al pecado y al egoísmo. Nosotros estamos llamados a tener estas actitudes, para estar unidos al Mesías sufriente y resucitado. 

En la segunda lectura Pablo nos revela toda la fecundidad de la cruz de Jesús, porque por medio del bautismo los cristianos son revestidos de Cristo y llegan a ser hijos de Dios. Esta condición cristiana fundamental excluye toda discriminación. En la vida social hay tantas discriminaciones, pero el Apóstol afirma que en Cristo Jesús, gracias a su amor, ellas no tienen ninguna verdadera importancia. Esta espléndida condición en la cual nos encontramos es fruto del amor del Señor, que recibimos en nosotros gracias a su seguimiento, es decir, gracias a una vida conducida por el amor.

La enseñanza esencial que obtenemos de la liturgia de este domingo es que, si queremos tener éxito en nuestra vida, debemos seguir el camino del amor, que consiste en la lucha contra nuestro egoísmo.