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CONMEMORACIÓN DE LOS FIELES DIFUNTOS

«Las almas de los justos descansan en las manos de Dios y no los alcanzará ningún tormento»

El día de los muertos es para nosotros una oportunidad muy especial para recordar a nuestros seres queridos que han salido de este mundo, para orar por ellos, para visitar sus tumbas, y para que junto a nuestros familiares y amigos compartamos los buenos recuerdos, las enseñanzas y las experiencias que juntos vivimos.

La muerte es sin duda alguna, una realidad con la que cada día convivimos. Cuando oímos que alguien está enfermo de alguna enfermedad que hoy llamamos terminal decimos “Pobrecito, debe morir, está condenado, no hay remedio”. Sin embargo, nos cuesta trabajo hacer esta afirmación de cada hombre, incluso de nuestra realidad personal: “Pobrecito, debo morir, estoy condenado a enfrentar esta realidad”. El temor a la muerte esta clavado en lo más profundo de todo ser humano y comienza a manifestarse en el mismo instante en que comenzamos a vivir.

Por lo tanto, ¿por qué tanto es necesario invitar a los hombres a pensar en la muerte si la tenemos tan presente, e incluso, le queremos huir?  Es muy sencillo: porque nosotros hemos elegido prohibir el pensamiento de la muerte. Aparentar que no existe y qué si existe, es solo para los otros y no para nosotros mismos. 

A la luz de la Palabra de Dios se nos invita en este día a reflexionar sobre esta realidad: El libro de la Sabiduría nos recuerda “las almas de los justos descansan en las manos de Dios y no los alcanzará ningún tormento […] Pues ellos esperaban confiadamente la inmortalidad. Después de breves sufrimientos recibirán una abundante recompensa” (Sab 3, 1 ss).  Así, podemos clarificar cual es el sentido con el que tenemos que vivir los cristianos: esperar, confiar, pasar nuestra vida y breves sufrimientos como el camino para alcanzar la recompensa, la vida eterna.

En el mismo sentido, el apóstol Pablo nos exhorta  en la primera carta a los tesalonicenses a “no vivir tristes frente a esta realidad, a no vivir sin esperanza, pues si creemos en Cristo Jesús debemos de estar seguros que la muerte es el momento de pasar a vivir con el Señor” (1 Tes 4, 13-18).

Sin embargo, hemos de reconocer también que en nuestros días se difunden algunas falsas interpretaciones sobre la muerte: por un lado, se busca divinizarla, y por otro, evitarla con la idea de la reencarnación. Ninguna de estas dos posturas es coherente con el cristianismo.

No podemos creer en la muerte como creemos en la vida, muerte es simplemente dejar de vivir, por ello, la muerte no puede tener ningún poder, pues como realidad no existe, por tanto los cristianos no podemos dar culto, honrar, ni siquiera imaginar cómo es la muerte, menos aún darle el título de santa, pues en realidad no existe, ya que es, según no lo enseña nuestra fe dejar de existir para esta vida, y dar inicio a la vida eterna. Darle culto será por tanto, ir en contra del mandato de Dios “No tendrás otro Dios fuera de mí” (Ex 20, 2).

La reencarnación es sin duda una concepción equivocada, pues una sola vez tenemos la oportunidad de venir a este mundo, como seres queridos y amados por Dios. Pensar en la existencia varias veces y en seres distintos es imposible. Dios nos ha creado en cuerpo y alma y a cada cuerpo, le ha dado una alma, por ello, somos seres únicos e irrepetibles; por lo tanto, nuestras almas no son seres que vagan por el mundo pasando de un ser a otro, ni nuestros cuerpos son solo instrumentos temporales. Vivimos como personas una sola vez y para siempre. El mismo Jesucristo nos lo asegura: “quien come mi carne y bebe mi sangre no morirá, sino que tendrá la vida eterna” (Jn 6, 54); además nos garantiza que iremos al Reino de Dios preparado desde la creación del mundo para estar para siempre con Él (Mt 25, 34). 

Ante esta realidad de la muerte, lo importante más bien será pensar cómo nos preparamos para que lo que Dios nos ha prometido pueda ser una realidad al final de nuestra vida terrena: es solo viviendo la caridad hacia el prójimo como podremos alcanzarlo, compartiendo lo que Dios nos ha dado con los demás, en los buenos momentos y en los malos: alegría, enfermedad, cárcel, pobreza y dolor. Es así como podremos un día vencer la propia muerte y vivir para siempre en el Reino de la vida, en la presencia del Señor, junto a todos aquellos que se nos han adelantado y que hoy de manera especial encomendamos al Dios de la vida.