¿Estás loco? ¿Qué no te piensas casar? Pero, ¡te veías tan feliz con tu antigua novia!… ¿sufriste alguna decepción?
Éstas y muchas otras preguntas me hicieron algunas personas cuando les dije que había decidido ingresar al Seminario. Como pude, intenté responderlas en su momento, sabiendo que las respuestas definitivas a la vocación solamente Dios las tiene, para mí es un misterio, lo que sé es que hubo un momento en mi vida en que me sentí atraído por algo… por Alguien, mejor dicho.
Al principio, intenté resistirme: – es que ya tengo mis propios planes, Señor, tú lo sabes… estoy estudiando una carrera, tengo una novia a la que quiero mucho; tú la pusiste en mi camino, ¿recuerdas? Después me di cuenta que era una fatiga inútil, «fuiste más fuerte que yo, y me venciste» diría san Agustín.
Nací en una familia católica que, como algunas otras, no asistía mucho a la Iglesia. Crecí en un ambiente un poco difícil, cosa que llegó a la separación de mis padres. Ese evento, aunado a la muerte del papá de mi mejor amigo, marcó el rumbo que tomaría mi vida.
Cuando estaba en el tercer año de preparatoria, ya por concluir, yo no sabía qué es lo que iba a ser de mí en un futuro próximo, aunque algo dentro de mí me decía que tenía que ser algo que ayudara a las personas a no sufrir, a encontrar una razón para ser felices, algo que hubiera deseado para mi familia, pero no sabía qué. Cuando falleció el papá de mi mejor amigo, una persona muy querida en mi pueblo, a mi amigo lo invitaron a formar parte de un grupo parroquial, al que yo también empecé a asistir por estar con él. Al principio no me lo tomé muy en serio, asistía para pasar el rato, para conocer chavos y chavas.
Pero poco a poco, Dios fue entrando en mi vida de una manera sutil. Me empecé a involucrar en el grupo, a asistir con regularidad y a tomar en serio las actividades. Un día, un seminarista fue a platicar con nosotros acerca de la vocación, y yo, de alguna manera, me sentí atraído y le hice algunas preguntas. Parece ser que en mi familia se notaba cierto cambio desde que pertenecía al grupo, yo la verdad no sé qué era, pero mi abuelita una vez me preguntó que por qué no entraba al seminario.
¿Ser sacerdote yo?
No, abuelita… mire la verdad es que yo no estoy hecho para eso, yo quiero una vida normal, casarme y tener una familia. Traté de mostrarme seguro y tajante al dar esa respuesta, sin embargo, algo dentro de mí decía otra cosa, pero tenía miedo… mucho miedo.
Tuve una experiencia de retiro de tres días, de esas que organizan los muchachos de la pastoral juvenil. Para mí fue una experiencia que marcó mi vida tanto, que decidí entrar al seminario. Terminé la prepa y así lo hice. En agosto ingresé por primera vez al Seminario Conciliar de la Purísima.
Sí, leíste bien: por primera vez. La verdad es que yo no estaba verdaderamente preparado para un cambio tan radical en mi vida, mi formación religiosa era muy pobre. Siempre digo que en ese momento me dejé eclipsar. Duré cerca de dos meses dentro de la institución, me salí triste por haber fracasado, y con la certeza de que ese camino no era para mí.
Ingresé a estudiar la carrera de psicología y me conseguí una novia. Mi vida retomaba su curso normal, ya no era yo una especie rara.
Dios me dio oportunidad de vivir casi cuatro años en ese tenor. Era una vida buena, me agradaba. Sin embargo, había acontecimientos en mi vida que me desconcertaban. Como que Dios, de formas circunstanciales, como de casualidad, me invitaba a no tomarme muy en serio mis planes. En otro contexto diría que ‘me movía el tapete’.
Dicen que si quieres hacer reír a Dios, le cuentes tus planes.
Llegó el momento un día, de forma que yo calificaría como intempestiva, en que Dios irrumpió en mi vida y me hizo cambiar mi vida de una forma sustancial. Yo ya estaba estudiando el octavo semestre de la carrera, hacía servicio social y llevaba una bonita relación. Sin embargo, había algo que hacía que mi corazón estuviera triste, se sentía como vacío. Lo que estaba haciendo me gustaba, pero no me apasionaba.
Providencialmente, el día de san Jorge y dentro de la semana vocacional, me di cuenta que algo debía cambiar. En una hora libre dentro de la universidad, fui a platicar con un sacerdote, quien me animó a dejarlo todo y volver a intentar acomodar mi vida a los planes del Señor. Terminé con mi novia y al día siguiente recogí mis papeles de la carrera. Me decían que los dejará ahí, por si me arrepentía, pero no lo hice así. «Quién toma el arado y mira para atrás…»
Han pasado 6 años desde aquella decisión, hoy me siento feliz de haberla tomado. Han pasado muchas cosas desde ese día, momentos tristes y difíciles, pero también felices. Dios ha sido muy bueno conmigo. Si Dios me concede ser sacerdote, estaré profundamente agradecido; si no es así, seré feliz también por todo lo vivido.