Estamos celebrando en México la más popular y la más grande de las fiestas de la Virgen María, Madre de Dios y Madre nuestra. Es un día especial para todos los mexicanos. Ella es la que nos convoca y nos congrega; nos sentimos hermanados en la misma fe, en la misma Iglesia. Al escuchar la palabra de Dios que hoy se proclama, de manera particular en el evangelio, en el cual se narra la visita de la Virgen María a santa Isabel, inmediatamente lo asociamos con la visita que nos hizo nuestra Señora de Guadalupe en el mes de diciembre de 1531.
Después de haber recibido el anuncio del arcángel Gabriel y de haber concebido en su seno al Hijo de Dios, María siente la necesidad de ir en ayuda de su parienta, quien en edad avanzada está también en cinta. Así, se pone en camino hacia la casa de su prima por la región montañosa de Judea. María debía recorrer una distancia de aproximadamente ciento veinte kilómetros. Lleva consigo el misterio de su vida. El evangelista no nos dice nada de este viaje. Sin embargo, una poesía de Friedrich von Spee nos habla de una manera profunda y sugestiva de este viaje: “La Virgen tierna y pura no caminaba sola, sino llevaba al Hijo de Dios en el trono de su corazón…”.
Cuanto afirma Friedrich no es una invención fantástica. Él no hace otra cosa que aplicar al viaje de María aquello que el evangelista ha dicho sobre Ella. Después de su sí, María se convierte en madre por medio de la acción potente de Dios. El Hijo de Dios ha iniciado en su cuerpo la propia existencia humana y su propio crecimiento. María no está más sola, sino que lleva el Hijo en su propio cuerpo. Ella tiene la posibilidad de estar sola con su hijo, el cual tiene ocupado no solamente su cuerpo, sino también su pensamiento. Toda la persona de María está llena de Dios y de su obra.
Cuando la Virgen María visita a su parienta ya lleva en su seno al Salvador del mundo, al Hijo de Dios, al rey de la justicia y de la paz. Por eso, Isabel llena del Espíritu Santo exclama: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno; y ¿de dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?… ¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!”.
Aquel glorioso 12 de diciembre de 1531, María se encamina presurosa hacia las montañas del Tepeyac, a visitar este pueblo que estaba sufriendo, pero no viene sola, trae en su seno al Hijo de Dios. En la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe, ella aparece con una cinta negra alrededor de la cintura, una prenda que usaban las mujeres aztecas cuando estaban embarazadas. Ella, nos trae no solo consuelo, alegría, esperanza, sino ante todo nos trae al Hijo de Dios, pues ella es la Madre de Dios verdadero, de aquel por quien se vive. María, quiere atendernos, escucharnos, aliviar nuestros males, solucionar nuestros problemas, alcanzarnos la salvación por medio de su Hijo, por ello nos dice con tanta ternura y amor: ¿No estoy yo aquí que soy tu Madre?.
Hermanos y hermanas: al celebrar esta fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe, imitémosla. ¿Cómo? Teniendo sus mismos sentimientos y actitudes. Ella creyó en la Palabra de Dios cuando dijo: “he aquí la esclava del Señor hágase en mí según tu palabra”. Precisamente por eso, Ella es dichosa, porque confió en la palabra que se le anunció. Y creyendo, hizo lo que Dios le pedía. Inmediatamente se puso al servicio de santa Isabel. Hoy también María se pone a nuestro servicio, está dispuesta a interceder por nosotros y ayudarnos en nuestras necesidades, sobre todo en este momento de crisis espiritual, humana, económica, social, cultural y moral por la cual está pasando nuestra nación mexicana. Ella que es madre de la esperanza, nos cubra con su manto para que vivamos en este mundo llenos de esperanza, y ésta nos lleve a transformar nuestra propia vida y sociedad.