“Ayúdanos a vencer en esta vida, cuanto pueda separarnos de ti”… (OC)
Estamos celebrando el trigésimo primer domingo del tiempo ordinario y se podría decir que estamos en contexto, ya próximo, de fin del año litúrgico. En este domingo la palabra de Dios nos invita reflexionar, a partir del evangelio, en la Buena Nueva de salvación ofrecida por Jesús a Zaqueo. Ese Jesús tan fascinante y a la vez tan desconcertante para propios y extraños que, como lo presenta el evangelio de san Lucas, siempre está dispuesto a ir en busca de la oveja perdida y ofrecer su mano al pecador para transformar su corazón.
Nuestro Dios es compasivo, como nos dice la primera lectura. La omnipotencia de Dios manifestada al crear todos los seres y, de manera especial al hombre, se manifiesta en la oportunidad que nos da constantemente de arrepentirnos y cambiar el rumbo de nuestra vida. Pero sobre todo, una característica especial es: Dios perdona, porque ama, porque somos imágenes suyas, porque el Señor ama la vida, la vida en plenitud, que es liberación de las ataduras del mal. Dios perdona porque es dueño de todo, porque comprende al hombre, lo corrige para enseñarlo, para animarle y darle esperanza.
Este amor, Dios nuestro Padre, lo manifiesta en Cristo, como meditamos en el episodio sobre Zaqueo. Entre los que acompañan a Jesús, está Mateo, un hombre despreciable que recaudaba impuestos para Roma (Lc 5,27-31); la mujer que se presentó en casa de Simón el fariseo, para postrarse a los pies de Jesús (Lc 7,36-50). En esta ocasión, Jesús se acerca y ofrece su amistad y salvación a Zaqueo: un hombre rico y jefe de publicanos.
Por el relato nos damos cuenta que la riqueza de Zaqueo procede de su oficio, desempeñado sin escrúpulos. Un jefe de recaudadores, como intermediario superior, tenía mas ocasiones para enriquecerse “defraudando”: no al fisco, sino a los pobres ciudadanos. Zaqueo desea ver Jesús, y su curiosidad no es solamente superficial y este es el primer elemento, el deseo de ver a Jesús, de saber quién es y cómo ha cambiado la vida de tantas personas, cómo ha provocado tantas y tan variadas reacciones (como Herodes y mejor que él 9,9). Jesús le sale al encuentro, se adelanta, una sola mirada de Jesús basta para transformar a Zaqueo (Sal 59,11; 78,8), le sale al encuentro, pide alojamiento a un pecador.
Parece irónico la descripción de un hombre muy rico y muy bajo de estatura, trepando a un árbol pero la escena gana todavía más fuerza ya que Jesús tiene que mirarlo y hablarle desde abajo. Zaqueo obedece contento: que Jesús se aloje en su casa es un honor: como el Arca en casa de Obededón y de David (2 Sm 6), como pide el jefe de un salmo (101,2). Pero el hecho provoca una reacción contrastada en triángulo: los presentes, Zaqueo y Jesús.
Los presentes se escandalizan, pues para ellos lo más importante es observar las normas de pureza legal que prohibían entrar en casa de un pecador. La conversión de Zaqueo es profunda y verdadera. A diferencia del joven rico, reacio a liberarse de sus bienes, Zaqueo desborda en generosidad porque ha comprendido que la visita que ha recibido es el tesoro más grande y por eso hace una devolución generosa por encima de lo que exige la ley (Es 22,1.4). A manera de expiación reparte la mitad de su fortuna a los pobres y se queda con el resto, ¿Por qué? No se desprende de todo para seguir a Jesús, pues no lo ha llamado. Jesús hace la declaración final: “hijo de Abraham” que quiere decir que le corresponde a él y a su casa la promesa de salvación. Jesús es el Salvador que ha venido a salvar lo perdido (Ez 34,7).
Un amor sin fronteras. Así es el amor de Dios. No tiene la frontera del tiempo, porque Él ama en el tiempo y antes del tiempo y más allá del tiempo. No tiene la frontera del espacio, porque Él ha creado el espacio y lo ha llenado con obras surgidas únicamente de su amor: el cielo, la tierra y cuanto en ellos habitan (primera lectura). No está limitado por la frontera de la edad, de la condición social o económica, del estado de vida de los hombres, porque lo que más cuenta para Dios es que todos son imagen suya y a todos los ama como a hijos. Dios no ama al ciego de Jericó porque es pobre (Lc 18, 35-43) ni a Zaqueo porque es rico, sino porque ambos son sus hijos. Para Dios no cuentan esas barreras que tanto cuentan no pocas veces para los hombres. Dios no ama por «méritos», sino en total libertad. Tampoco está coartado Dios en su amor por la barrera del pecado. Los hombres somos pecadores, Zaqueo es un pecador público. Eso no importa. El pecado no es por así decir una derrota del amor, sino ocasión para que el amor de Dios se manifieste con nuevo resplandor. Dios está por encima de todos los límites que los hombres podamos poner a su amor. También Dios es más grande y está más allá de la muerte, ese monstruo en cuyo territorio parece que ni siquiera el amor de Dios tiene acceso. Dios es «amigo de la vida» (primera lectura) o, en una traducción quizá más fiel, «autor de la vida». A Él la muerte no le infunde temor como a nosotros, pobres mortales, pasa su barrera y la destruye, para que los hombres, sus hijos, vivan para siempre. Realmente, para Dios la frontera del amor es el amor sin frontera.
¿Qué tanto me esfuerzo por encontrar a Jesús en la vida diaria? ¿Lo busco con desdén, con afán? ¿Soy capaz de vencer todos los obstáculos que me impiden acercarme a Él? ¿Qué frutos de conversión ha producido en mí el encuentro con Jesús? ¿Ha llegado ya la salvación a mi casa, a mi familia, a mi trabajo?