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I DOMINGO DE CUARESMA

 «No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios»

Llegó la Cuaresma: tiempo de gracia celestial, tiempo de purificación, tiempo de conversión. Cuaresma viene de cuarenta. Son Cuarenta días de reflexión, de meditación y de introspección; se trata de redimensionar nuestra vida hacia el Creador, hacia nuestro Dios, hacia nuestro Salvador, amándolo y sirviéndolo concretamente en nuestros hermanos, pero dándole culto en la Iglesia y en lo más profundo de nuestro corazón.

La duración de la Cuaresma está basada en el símbolo del número cuarenta en la Biblia. Varias Cuaresmas ha habido en la Sagrada Escritura: cuarenta días del diluvio (Gen. 7, 17; 8, 6), 400 años que duró la estancia de los judíos en Egipto (Gen 15, 13; Ex. 12, 40-41), cuarenta años del pueblo judío comiendo maná durante su marcha por el desierto del Sinaí, desde Egipto hasta la tierra prometida (Ex. 16, 35), los cuarenta días de Moisés (Ex. 24, 18) y de Elías (I Reyes 19, 8) en la montaña, cuarenta días que pasó Jesús en el desierto antes de comenzar su vida pública (Mateo 4, 2; Lucas, 4, 2). Esta fue la Cuaresma de Jesús; esta es nuestra Cuaresma. 

Cuarenta días para la Iglesia, para los cristianos, para cada uno de nosotros, en los cuales Dios nos invita a mirar la Cruz de Cristo como camino necesario para llegar a la Pascua de la resurrección: sin caminar no podemos pasar de la muerte a la vida; de la esclavitud del pecado, a la libertad de los hijos de Dios; sin morir no resucitamos.

Con tres acciones podemos prepararnos en esta Cuaresma “para morir y resucitar” con Jesús, “nuestra Pascua y nuestra paz verdadera” (Plegaria eucarística sobre la reconciliación I): ayuno, oración y caridad (limosna). Jesús nos da ejemplo de esto, en el Evangelio que hoy hemos escuchado: Él es el Mesías, el Salvador; es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. 

Para entender su misión salvadora, nos ayuda mucho escuchar las lecturas de la Misa de este domingo: en la primera se nos habla de la vocación del hombre a la vida y a la santidad, pero también de cómo fue que el hombre, debido a su libertad mal usada, por la seducción del diablo, traiciona su esencia y desconfía de Dios, para confiar en el diablo y desobedecer el mandato divino de no comer del fruto del árbol que está en medio del  jardín del Edén.

En la segunda lectura, el Apóstol San Pablo, nos ha presentado la Antítesis, Adán-Cristo: aquél era figura de éste: si por aquél entró el pecado al mundo, corrompiéndolo y ensuciándolo, Éste vino a integrarlo y a “limpiarlo” con su sangre y a devolvernos al reino de su Padre. Pero, no es comparable la desgracia que nos alcanzó el pecado de Adán, con el torrente de gracia que nos llegó en el Hijo de Dios hecho hombre y muerto por nosotros en la Cruz: la gracia supera con mucho al pecado (“Donde abundó el pecado sobreabundó la gracia” San Pablo), a tal punto que la liturgia de la Iglesia ha llegado a decir en el Pregón pascual  de la Gran Vigilia Pascual en la Semana Santa: “Oh, dichosa culpa que nos mereció tal Redentor”. 

Hoy hemos visto en el Evangelio cómo, el mismo tentador demoníaco del Génesis se atreve a acercarse a Jesús, del evangelio, para tentarlo también y así volver a ensuciar y a torcer los planes divinos de nuestra salvación Y, ¡cosa admirable!: ¡Jesús se deja tentar por él; el Creador por la creatura! Pero, oh sorpresa se llevó el malvado demonio: Jesús no cayó en la tentación como el primer Adán. Si el primer Adán fácilmente fue tumbado, el nuevo Adán, al contrario, lo venció fácilmente con la fuerza de la oración y del ayuno: “No tentarás al Señor tu Dios” (Mt 4, 7); adorarás al Señor tu Dios, y a Él solo servirás” (Mt 4, 10) 

En sus tentaciones, Jesús está representando a todo hombre y en su victoria también nosotros ya hemos vencido al demonio (Con Cristo, con Él y en Él); sólo falta hacerlo realidad en las tentaciones ordinarias de nuestra vida que, lejos de ser pecado, son el medio que Dios permite para la gloria de Dios en nosotros: Dios vence y triunfa al demonio en nosotros, si es que nos esforzamos como Él, en derrotar al diablo.

Que estas lecturas del primer domingo de Cuaresma nos recuerden cuál ha sido nuestro origen, cuál nuestro pecado y el Precio de nuestra redención y cuál el camino para salir de Él y retornar a los brazos amorosos del Padre: Cristo Jesús, crucificado y resucitado. Que sepamos, en esta Cuaresma, con la gracia divina, ser capaces de vencer nuestro egoísmo y darnos un poquito más a Dios y a nuestros hermanos a través de la oración, del ayuno (sobre todo del pecado) y de la limosna (caridad concreta con los que nos rodean, con los enfermos y necesitados). Así sea.