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III DOMINGO DE ADVIENTO

«El primer mandamiento paulino: Estar siempre alegres» 

Llegamos ya al tercer Domingo de Adviento. Después de que el domingo pasado se nos invitaba a enderezar las cosas chuecas y malas de nuestra vida, ahora san Pablo nos invita a estar alegres, alegres en el corazón, en el alma, alegres en Dios.

“Estad siempre alegres en el Señor”. La alegría es un derecho que todos tenemos, es más, una obligación, así lo dice Borges: “La única obligación que tenemos en la vida es ser felices”. Ese es el mandamiento que Pablo transmite a los cristianos de Filipos (Flp 4,4). Hay veces que en la vida, y en nuestro mundo la alegría se esfuma, se nos escapa, es más, se nos olvida. Benedicto XVI lo dice con sus palabras: “Se pueden organizar fiestas, pero no la alegría” (VD 123). Hace falta mucha alegría en nuestra vida. 

En la primera lectura de la Misa de hoy (So 3, 14-18), el profeta Sofonías invita a Israel a alegrarse porque el Señor ha cancelado su condena. Pero el pueblo no podría saltar de júbilo si previamente Dios no se hubiera gozado con él. Dios es el dador de la alegría. Su fuente y su garantía.

 Esto también para nosotros. En su primera encíclica “Dios es amor”, el mismo Papa había escrito: “El encuentro con las manifestaciones visibles del amor de Dios puede suscitar en nosotros el sentimiento de alegría, que nace de la experiencia de ser amados” (DCE 17).

 La alegría es siempre gratuita y sorprendente. Es verdad. Pero requiere como fondo la paz del corazón. Y esa paz sólo se consigue por medio de la conversión. La alegría cristiana no se puede confundir con el humor y el sentimiento. La alegría cristiana refleja la relación con el Señor y tiene un precio: la conversión.

 La conversión es lo que exige Juan el Bautista a todos los que bajan a escucharle a las orillas del Jordán. Pero tampoco la conversión puede identificarse con un sentimiento íntimo e incontrastable. Requiere un comportamiento público, que Juan resume en tres actitudes concretas, aplicables a las gentes de su tiempo y del nuestro:

• Compartir los vestidos y los alimentos con quienes no los tengan. Esos elementos hacen posible la vida y protegen la dignidad de la persona.

• No exigir a los demás más de lo establecido. Ese límite refleja el respeto a la justicia, que ha de hacer posible la armonía en la comunidad.

• No hacer extorsión a nadie. Esta prohibición condena la frecuente altanería de los prepotentes de todos los tiempos que humillan y explotan a los humildes. 

No se nos olvide la conversión de todos los días; esa conversión que tiene como premio la alegría y felicidad del corazón; esa felicidad que sólo Dios da, y a manos llenas, a pesar de que la vida parezca otra cosa.