«A cuantos lo recibieron, les dio el poder de ser hijos de Dios»
Siguen resonando en nuestros oídos las palabras del evangelio de Juan, que meditábamos el día de Navidad, y que abren delante de nosotros la maravillosa realidad del Emmanuel, hecho hombre para nuestra salvación. Este domingo la liturgia de la Palabra vuelve a darnos la oportunidad de adentrarnos un poco al Misterio de la Encarnación del Verbo y meditar sobre este acontecimiento, de un modo especial quisiera centrar la atención en una de las consecuencias o dicho de otro modo, el fruto principal, que ha producido en nosotros la Encarnación.
San Juan afirma que el Verbo, como luz del mundo, quiso habitar entre nosotros y que este acontecimiento ha producido en cada uno el fruto maravilloso de la filiación divina, es decir, que somos hijos de Dios. Es una afirmación que se dice con gran facilidad, pero que pocas veces nos detenemos a maravillarnos de semejante gracia recibida. ¡Somos hijos de Dios¡ no sólo nos llamamos, sino que realmente lo somos, como nos lo recuerda Pablo. Y esto ha sido posible precisamente por que el Hijo eterno del Padre, ha querido hacerse uno de nosotros, caminar a nuestro lado.
La filiación divina es, quizá, el Don por excelencia de Dios, no hemos hecho nada para merecerlo, ha sido Dios, quien en su infinita misericordia, ha querido hacernos sus hijos, participarnos su divinidad, llamarnos a la vida verdadera con El. No es casualidad que los padres de la Iglesia consideraran la oración del Padrenuestro como la síntesis más perfecta del Evangelio, pues en sus primeras palabras se contiene esta maravillosa verdad: «Padre Nuestro…» Que es, también, una de las grandes novedades del mensaje de Jesús.
Ante un Don como este la primera actitud nuestra debe ser de agradecimiento, pues participamos de la misma vida de Dios, ser hijos agradecidos debe llevarnos cada día a buscar vivir según esta nueva condición nuestra. pero san Juan dice algo, que igualmente nos sorprende: » a los que lo recibieron…» Es como una condición para poder participar de esta filiación, recibir al Verbo encarnado, dejarnos iluminar por la claridad de su luz.
De hecho la teología de este evangelio se desarrolla siguiendo esta dualidad: luz-tinieblas, noche-día, y plantea con gran realismo la triste posibilidad de despreciar a Jesús, de no dejarse iluminar por su luz, es decir, de permanecer en el pecado. Esta realidad sigue estando presente en nuestra vida, pues aunque por el Bautismo somos hijos de Dios, sin embargo, cada día tenemos delante de nosotros la posibilidad de optar por Jesús y su mensaje o de rechazarlo, con las consecuencias que de esto se derivan, pues si san Juan ha dicho que recibirlo nos da la posibilidad de ser hijos de Dios, podemos entonces pensar que no recibirlo nos priva de este don.
Dejémonos iluminar por la luz de Cristo, nuestro Señor, caminemos siempre en su presencia como hijos, no volvamos a la vida de esclavitud y oscuridad, a la que nos somete el pecado.