«Cuando el malvado se convierte de la maldad que hizo y practica el derecho y la justicia, él mismo salva su vida»
La parábola de los dos hijos muestra dos actitudes opuestas en la relación con Dios. El que dice “voy” y no va representa a quienes se consideran buenos pero dicen y no hacen (Mateo 23, 2-4). El otro hijo, que dice al principio “no quiero ir”, pero luego recapacita y atiende el llamado de su padre, representa a quienes se reconocen necesitados de salvación, como lo son los publicanos o recaudadores de impuestos del imperio romano y las prostitutas que venden sus cuerpos en el mercado del sexo, y al reconocer su necesidad de ser salvados y disponerse a cambiar de conducta, son acogidos por la misericordia de Dios.
Dios rechaza el pecado, pero acoge a quien se reconoce pecador y se dispone sinceramente a cambiar. Por eso dice a través del profeta Ezequiel en la primera lectura: Cuando el malvado se convierte de la maldad que hizo y practica el derecho y la justicia, él mismo salva su vida. Si recapacita y se convierte de los delitos cometidos, ciertamente vivirá.
El padre José Luis Martín Descalzo, escritor y periodista español (1930-1991), además de una hermosa biografía titulada Vida y misterio de Jesús de Nazaret, dejó entre sus obras literarias un monólogo que lleva por título Las prostitutas os precederán en el reino de los cielos. Es el drama de una meretriz que se dirige a Aquél que proclamó no sólo de palabra, sino con hechos, el amor de Dios a los “últimos”, a los pecadores rechazados por una sociedad hipócrita que los relega al rincón del menosprecio y a la imposibilidad de la redención.
La hipocresía, ligada a la soberbia de quienes se creen mejores que los demás y por eso desprecian a quienes consideran inferiores, es la actitud que más critica Jesús en los Evangelios. Esta actitud era característica de los jefes religiosos judíos en aquel tiempo: los saduceos, integrantes de la casta sacerdotal del Templo de Jerusalén, y los doctores de la Ley que pertenecían a la secta de los fariseos, apelativo que significa “separados” o “incontaminados” y que se daban a sí mismos los que presumían de ser santos, y por eso se apartaban de quienes consideraban pecadores. Ya Juan el Bautista los había exhortado a que cambiaran esa actitud, pero ellos lo rechazaron, como también rechazaban ahora a Jesús precisamente porque la soberbia los hacía sordos a este llamado.
El hipócrita es un mentiroso. Se la pasa murmurando, condenando, moralizando. Cumple con unos ritos externos, repitiendo “Señor, Señor”, pero sin hacer la voluntad de Dios, que es voluntad de amor (Mateo 7, 21-23). Quienes se creen perfectos y menosprecian a los demás, especialmente a los que no son de su raza, religión, cultura, condición o clase social, esconden una conciencia torcida, envidiosa, llena de intenciones y acciones malévolas. Y suelen ser ellos los mismos que a menudo manifiestan de palabra sus adhesiones a Dios, a la patria, a las instituciones, a la moral, y a la hora de la verdad pelan el cobre: su vida es toda una mentira. Dicen y no hacen (Mateo 23, 3), como el hijo de la parábola que dijo “voy” y no fue.
El apóstol san Pablo nos presenta en la segunda lectura una de las descripciones bíblicas más bellas del misterio de la Encarnación de Dios en Jesús de Nazaret: “Él, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de servidor, pasando por uno de tantos…”. Por eso, al invitar a los primeros cristianos de la ciudad macedónica de Filipos, ciudad situada al norte de Grecia, a que piensen y actúen como lo hizo Jesús -una invitación también dirigida hoy a cada uno de nosotros-, lo hace en el marco de su exhortación a que se dejen guiar por la humildad.
Teresa de Ávila, también conocida como Santa Teresa de Jesús (1515-1582), escribió unos 15 siglos después de Cristo: “andar en la humildad es andar en la verdad”. Porque es precisamente cuando reconocemos con humildad nuestra condición humana necesitada de salvación, cuando nos ajustamos a la verdad de nuestra existencia.
Dispongámonos pues, desde el reconocimiento sincero de nuestra necesidad de salvación e implorando la fuerza que sólo el Espíritu de Dios nos puede dar, a ser coherentes y realizar en la práctica de nuestra vida cotidiana lo que expresamos al proclamar nuestra fe, y a imitar la actitud misericordiosa de Dios que se nos revela en nuestro Señor Jesucristo, acogiendo con compasión y misericordia a todas las personas rechazadas y excluidas que muestran y reconocen su necesidad de ser liberadas de todo cuanto las oprime. Sólo así podremos andar en la verdad y pasar de los dichos a los hechos.