“Creo en la resurrección de los muertos y en la vida eterna”
El Año de la fe, está por terminar el próximo 24 de noviembre, en la Solemnidad de Cristo Rey, mas no así su vivencia. Para nosotros los creyentes, cada día, más aún, cada instante, es nuestro “año de la fe”, ya que cada pensamiento, palabra y acción está motivada por lo que creemos y esperamos, lo cual lo manifestamos en el Credo.
Nuestra Profesión de fe tiene 12 artículos. Dos de los cuales, los trata hoy la Palabra de Dios: la resurrección de los muertos y la vida futura. Misterio que sólo la fe alcanza y que se ha fortalecido este mes con la celebración de todos los santos y de todos los fieles difuntos.
Es admirable cómo ya en el Antiguo Testamento, en tiempos de los Macabeos –Siglos II y I a. C.-, la creencia en la resurrección de los muertos y en la vida eterna para los justos estaba ya firme. Al igual que la creencia en la retribución de los muertos. La frase siguiente, pronunciada por el cuarto hijo de la Madre de los Macabeos, en la primera lectura, lo expresa muy bien: “Vale la pena morir a manos de los hombres, cuando se espera que Dios mismo nos resucitará. Tú, en cambio, no resucitarás para la vida”.
Algunos cuantos años más tarde, en tiempos de Jesús, esta creencia en la resurrección y en la vida eterna llegaría a su plenitud. Hoy mismo nos dice en su Evangelio: “Y que los muertos resucitan, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor, ´Dios de Abraham, de Isaac, Dios de Jacob´. Porque Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos, pues para Él todos viven”. Jesús no sólo proclama la resurrección de los muertos, sino que Él mismo declara ser la resurrección y la vida y dice, además: “El qué cree en mí, aunque muera, vivirá” (Cf. Jn 11, 25). Con estas palabras confirma la creencia judía en la resurrección de los muertos y le da fundamento a nuestra fe que expresamos en el Credo sobre la resurrección de los muertos y la vida eterna.
¿Y qué tiene que ver esto con nosotros, conmigo? En nuestro mundo contemporáneo hay muchos signos de muerte: abortos, violencia, asesinatos, injusticia, pecado social y pecado personal. Nosotros somos hijos de nuestro tiempo, por ello es muy saludable que nos preguntemos si no nos estamos dejando envolver también, en nuestra forma de pensar y de actuar, en esta nube de muerte y obscuridad. Porque, no menos cierto es también lo que somos: hijos de Dios; “hijos de la luz e hijos del día” y no hijos de las noche ni de las tinieblas (Cf. 1 Tes 5,5). Razón por la cual el Señor nos llama, primeramente a salir de la muerte y luego a ayudar a los demás a buscar a Cristo, nuestra Vida.
Que la Palabra de Dios, escuchada y meditada juntos, en la Eucaristía dominical, nos ayude a estar siempre pasando de la muerte a la vida y que, la comunión del Cuerpo y la Sangre de Cristo –garantía de nuestra propia resurrección- nos acreciente nuestra fe y nuestro amor a Cristo, muerto y resucitado, en la esperanza de la vida eterna. Así sea.