«Hágase tu voluntad» es una petición que constantemente hacemos cuando rezamos el Padre Nuestro, pero es importante comprender que cada vez que la rezamos, no sólo pedimos al Padre la realización de su Reino, sino que al mismo tiempo nos debe recordar que somos nosotros los principales implicados para que esta petición se realice. Efectivamente, lo que nos enseña Jesucristo es que la salvación llegará por la entrega y la vivencia de personas concretas. Por esto, ya que queremos reavivar nuestro protagonismo en la historia de salvación, debemos comprender puntos fundamentales.
Lo primero que debemos señalar es que no podremos hacer la voluntad de Dios si no la conocemos. De la misma manera que para que una operación quirúrgica del corazón sea efectiva, y la persona pueda conseguir la salud, el médico que haga la operación debe conocer lo más que pueda el procedimiento, los peligros, las funciones de los aparatos, etc., y decimos que «es una lumbrera» porque está iluminado con conocimiento que lo hace capaz de obras excepcionales; así también el cristiano, para poder hacer la voluntad de Dios, y que podamos instaurar el Reino, debemos conocer su voluntad, ser iluminados con su luz. Y surge una pregunta: ¿Dónde encontramos la luz de Dios? Nuestra luz, nuestra principal fuente de conocimiento, será el Señor mismo, Jesús el Hijo de Dios, porque sólo él conoce al Padre, y sólo él puede darlo a conocer.
Es en la experiencia constante de «ver» al Señor, de conocerlo, cercanía, meditación, cariño e identificación con él donde adquirimos la luz, porque Jesús es la Voluntad del Padre hecha carne. Por eso, escucharlo y acercarnos a él (actitud del discípulo) se vuelve al mismo tiempo algo exigente e indispensable. El primer paso de nuestra renovación, por lo tanto, debe ser un paso espiritual. Vivir constantemente a los pies del Maestro, a través del estudio, la oración, la contemplación, para poder conocer lo que Dios quiere, y sabiéndolo, hacer su voluntad. Sólo quien adquiere esta luz, adquiere también el criterio para saber cuándo algo o alguien no se asemeja a esa voluntad. Si queremos renovar nuestra Iglesia, nuestro pueblo y nuestra vida, primero veamos el modelo e ideal; sólo así comprenderemos lo que debemos cambiar y la ruta a seguir. Porque como dice la primera lectura, no sólo se realiza la voluntad de Dios a través de palabras, sino de la vida misma.
El otro beneficio que, contra esta luz, es que quien está cerca del Señor, y lo convierte en su fortaleza y roca, puede soportar las contrariedades de la vida cristiana. Hacer lo bueno y lo que agrada a Dios, trae consigo muchas exigencias y problemas, y quien no está cimentado en el amor y cercanía de Dios (espiritualidad-oración) lo más probable es que se dé la media vuelta y regrese a la comodidad donde estaba. Pero el ejemplo evangélico de hoy nos muestra que quien ama a ese extremo, quien cree a ese nivel, como aquella mujer, vence las dificultades interiores y exteriores, y sin importar muchas cosas, hace lo que le agrada a Dios. Por eso, el salmo es en realidad un canto que usa la persona que sabe que tendrá dificultades y problemas, sin embargo, canta: «¿a quién le voy a tener miedo?».
Comencemos, pues, con estas actitudes: busquemos la luz y la fortaleza que nos da el Señor a través del contacto directo, frecuente, humilde y sincero con Jesús en la oración constante, la meditación de su Palabra, y el contacto de su presencia y amor; en él tendremos el conocimiento y el ímpetu para hacer la voluntad del Padre, pese a cualquier cosa.