Nos encontramos ante la conocida parábola de Lázaro y el rico. Las lecturas de la Palabra de Dios que nos propone la liturgia de este domingo nos invitan a no poner la mirada sobre los bienes terrenos, para así asegurarnos de adquirir los bienes celestiales. La primera lectura (Am 6, 1.4-7) lanza una advertencia en boca del profeta Amós: «Ay de ustedes, […] los que se reclinan sobre divanes adornados con marfil, se recuestan sobre almohadones […] se ponen los perfumes más costos, pero no se preocupan por las desgracias de sus hermanos».
San Pablo, por su parte (1 Tim 6, 11-16), nos da un elenco de actitudes que podemos poner en práctica para nuestra vida: «Lleva una vida de rectitud, piedad, fe, amor, paciencia y mansedumbre». La invitación es a luchar por una vida de fe, intachable, que, si obedecemos el consejo del apóstol, lograremos obtener con esto la vida eterna.
En el evangelio, Lucas (16, 19-31) nos relata cómo Jesús, ofreciendo la parábola a los fariseos, relata la historia de Lázaro y el rico, siendo el primero llevado al seno de Abraham, pues en su vida solo recibió tormentos. Esto no quiere decir que Jesús nos pida que llevemos una vida en la que suframos, para garantizarnos una morada en el cielo, sino que, al seguir los consejos que Pablo nos ofrece, y alejarnos de las tentaciones que ofrece una vida cómoda, como lo dice el profeta, podremos gozar de la felicidad eterna.
El rico, puso su mirada en la riqueza terrenal, no fue capaz de ofrecer al pobre un plato de comida, sin embargo, Lázaro se contentó tan solo con las migajas que caían de la mesa de este señor que despilfarraba y vestía como los mismos reyes. Al final ambos obtuvieron su recompensa.
El Señor nos llama a una conversión. No esperemos que el lugar de tormentos nos haga reflexionar sobre el bien o el mal que pudimos haber hecho en nuestra vida, sino más bien, hagámosle caso a la liturgia del día de hoy, pues como ya lo dice el mismo Jesús, en nuestras manos está el acercarnos a Moisés y a los profetas (que son los hombres por los cuales Dios nos habla), y no andemos esperando que los muchos Lázaros que ya gozan de la presencia de Dios nos refresquen la lengua, porque las llamas del lugar de tormento nos torturan.
Escuchemos atentos las palabras del salmo, que nos invita a alabar al Señor, porque viene a salvarnos, su fidelidad siempre está presente, Él nos proporciona lo necesario para nuestra vida, pero muchas veces las vanidades y las riquezas cierran nuestros ojos y no nos permiten ver que siempre hay más alegría en dar a quien más lo necesita que en recibir más de lo que necesitamos.
Diego Alberto Barrios Berumen
Seminarista de primero de Teología