En este tercer domingo del tiempo ordinario la lectura del Evangelio (Lc 1, 1-4; 4, 14-21) nos relata el momento en el que comienza el ministerio público de Jesús. Después de casi 30 años de vida oculta, Jesús, movido por la fuerza del Espíritu, regresa a Nazaret, el pueblo que le diera cobijo y el hogar de su infancia.
Reunidos en asamblea para escuchar la palabra que Dios dirige a su pueblo, tal como nosotros lo hacemos hoy, el texto que Jesús lee en la sinagoga habla de él y, al mismo tiempo, anuncia lo que será su vida a partir de ese momento. Jesús regresa como el Maestro que enseñará con autoridad y amor por los pobres, que nos librará de la esclavitud de nuestros pecados y que nos devolverá la vista para elevar los ojos al cielo. Esta es la misión dada por su Padre y por la cuál se ha encarnado en el seno de la Santísima Virgen María. Y no cabe duda de que su misión se actualiza constantemente en el seno de la Iglesia.
Ningún asistente a la sinagoga queda indiferente a lo que Jesús ha anunciado, todos tienen los ojos fijos en él. Mirar a Jesús es ver con claridad lo que Dios quiere de nosotros, pues es él la mismísima fuente de la luz que ilumina el camino de fraternidad, de paz y de justicia que debemos recorrer para dirigirnos a la patria celestial. Ver a Jesús es también llenarnos de fortaleza, de ímpetu y de valor para trabajar en la construcción de un nuevo mundo en el que todos formemos una sola comunidad.
El Evangelio de hoy nos recuerda también nuestra misión como cristianos: escuchar, ver y sentirnos libres de nuestras opresiones para sabernos reconciliados con Dios y con los demás. Somos también nosotros, como Jesús, encargados de llevar esta buena noticia a los que sufren, a los cautivos, a los oprimidos y a los pobres, para que todos sepan que Dios nos ama y nos salva. Y en verdad lo hace.
Vivamos pues la Palabra de Dios y dejemos que ilumine nuestros senderos y guie nuestros pasos para descubrir a Cristo como nuestro Señor y Salvador. En las palabras «hoy se cumple esta Escritura que acaban de oír», Jesús confía en nuestra capacidad de escucha y de compasión hacia los otros.
Permitamos entonces que su acción salvadora inunde nuestros corazones de amor a Dios y a los demás, porque Nuestro Señor nos habla de un Dios que nos quiere libres, sin sufrimientos y felices.
Contemplemos, hermanos, a Jesús y permitamos que su amor sea el motor que nos impulse a vivir diariamente en la caridad.
Héctor Raúl Luján Cerda
Tercero de Filosofía