Este IV domingo del tiempo ordinario la primera lectura nos presenta la vocación del profeta Jeremías (Jer 1, 4-5.17-19), mientras que el evangelio nos presenta el profetismo de Jesús (Lc 4, 21-30). En la primera lectura el autor nos presenta las palabras que el Señor le dirigió a Jeremías: “Desde antes de formarte en el vientre materno, te conozco; desde antes de que nacieras, te consagré y te constituí como profeta para las naciones” y prosigue: “te harán la guerra, pero no podrán contigo, porque yo estoy a tu lado”.
Jeremías es un profeta con pocas buenas noticias para su auditorio. La mayoría de los profetas anuncian desgracias, nos hablan de amenazas como guerras y epidemias. El profetismo mesiánico que nos presenta el evangelio, es Jesús como profeta por excelencia; el profeta que nos anuncia un tiempo de gracia, es decir, el final de todas las injusticias, y este tiempo de gracia comienza «Hoy», palabras que hemos escuchado por boca de Jesús: “Hoy mismo se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír”. Todos los presentes le daban su aprobación y admiraban su sabiduría. Jesús les dice que seguramente le pedirán que haga ahí los prodigios de los que han oído que ha hecho en Cafarnaúm; a lo que Jesús contesta: “nadie es profeta en su tierra”, y toma como referencia a Elías y Eliseo; al oír esto, todos se llenaron de ira y sacaron a Jesús de la ciudad para despeñarlo.
Cuántas de las veces los creyentes católicos, sacamos a Cristo no de la ciudad, sino de nuestras vidas y lo despeñamos con nuestro desprecio al marginado, y cuántas veces nos hemos hecho un Dios a nuestra medida; cuando la moral divina nos dice: no puedes ser infiel, no puedes tener relaciones sexuales fuera del matrimonio, no puedes practicar el homosexualismo, no puedes abortar, y así, sacamos a Dios de nuestra vida, y lo queremos como el sol: cerca para disfrutar su calor y lejos para evitar su quemadura. Rechazamos a Dios cuando tenemos alguna enfermedad o ante un desastre natural.
El Jesús profeta del evangelio nos invita a seguirlo, como lo dice San Pablo en la segunda lectura (1 Cor 12, 31 – 13, 13), imitarlo en el amor que es su primer mandamiento. ¿De qué nos serviría toda la sabiduría, si no tenemos amor? Podemos dar limosna a los pobres, rezar horas y horas, ayudar en la parroquia, pero si no hay amor de nada nos sirven las demás virtudes.
Cristo nos invita a vivir en el amor dando testimonio de nuestros actos al prójimo y a nuestra comunidad parroquial, nos llama a tener esperanza como nos dice el salmo 70. San Agustín decía que en la vida hay dos cosas horribles: una vida sin esperanza y una esperanza sin fundamento. El fundamento de nuestra esperanza es Cristo. Aprendamos a ser profetas que anunciemos el amor «Hoy».
José Pérez Fraire
Seminarista de primero de Teología