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María, Madre de la esperanza | IV Domingo de Adviento

Estamos cerca de recibir a nuestro Señor, hoy el evangelio (Lc 1, 39-45) nos ilumina de una manera hermosa sobre cómo debe ser nuestra ardiente espera, que se ha de manifestar en nosotros como lo ha hecho María Santísima.

Para recibir a Nuestro Señor que viene a quedarse con/en nosotros es necesario que, como María, nos encaminemos presurosos a la ayuda de los demás; ya que Cristo que viene a Salvarnos y que está próximo a nacer, se nos manifiesta en el día a día en el rostro de nuestros seres queridos y de todos lo que se encuentran a nuestro alrededor.

En un segundo momento hemos de imitar a María en el saludo que le dio a su prima Isabel, ello nos debe llevar a mostrar el rostro misericordioso del Padre, como nos ha dicho el Papa Francisco, hacia el más necesitado. En este tiempo es común la ayuda a los demás, pero que muchas de las veces se queda en algo externo. El sentido cristiano debe ir más allá, dejemos abierto nuestro corazón para percibir en él las necesidades de nuestros hermanos, que muchas de las veces piden más que un acto externo de caridad; dispongámonos a escuchar al necesitado y a ayudarlo con palabras de aliento y de consuelo para que se haga visible el Reino de Dios en la tierra.

El tercer momento al que nos invita el Evangelio es a dejarnos inundar por el Espíritu Santo. Hay que dejar que Dios actúe en nuestra vida, dejemos que Él entre en nuestro corazón para que pueda transformar nuestra realidad; mantengamos abierta la esperanza de que el Niño Jesús puede convertir nuestra existencia en la medida que nosotros nos dejemos inundar por su presencia. Encomendemos cada día nuestra vida a su divina protección y pidámosle la gracia para seguir emprendiendo cada día la aventura de la vida. Muchas de las veces nos sentimos indignos de pedir a Nuestro Señor la gracia para seguir adelante, pero recordemos que el Señor se ha hecho semejante a nosotros en todo, menos en el pecado, para liberarnos de la esclavitud de la muerte y llevarnos a la gloriosa resurrección. Es en este sentido como hemos de interpretar este misterio que se nos revela hoy en nuestro tiempo y ha de llevarnos a un compromiso profundo con nosotros mismos y con Jesucristo, que nace ya, en la humildad de un pesebre para enseñarnos que la sencillez puede transformar el mundo.

Por último, el Evangelio nos anima a creer, a tener fe en que todo lo que pedimos al Emmanuel, si es en orden a nuestra salvación, se cumplirá. Esta fe incluye abandonarse a los brazos amorosos de Dios que nos recibe siempre como hijos suyos y que nos da la confianza para decirle Padre, ello nos ánima para buscar su voluntad que encontraremos en una oración confiada y generosa, para que podamos llevarla a cabo como María Santísima lo ha hecho. Imitemos su ejemplo y su palabra : «He aquí la esclava del Señor, cúmplase en mi lo que me has dicho».

Exclamemos a una voz hoy en este día la salutación de Santa Isabel a María Santísima: ¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre!

José Pedro Rosas Maldonado

Primero de Teología

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