Los discípulos del Señor fueron testigos de los grandes prodigios que realizó, escucharon de viva voz sus «palabras de vida eterna» (Jn 6, 68). El haber compartido la vida cotidiana con Jesús debió ser la experiencia más maravillosa y seguramente cada día aprendían grandes enseñanzas con su ejemplo. En el evangelio que escuchamos este domingo (Lc 11, 1-13), los discípulos contemplan a Jesús en oración y no pierden la oportunidad de pedirle que los enseñe a orar.
El Señor enseña a orar a sus amigos con palabras sencillas. La oración del cristiano ha de ser así: un diálogo sencillo y confiado. Jesús enseña una oración sacada de su propia oración, con la que se dirigía a Dios, su Padre. Así, el Maestro nos enseña a dirigirnos a Dios como Padre, con la confianza de que nos escucha pues siempre está pendiente de nuestras necesidades más fundamentales: como el pan que necesitamos cada día, el perdón que restaura nuestra relación con Él y con el prójimo, su ayuda ante las tentaciones.
Después del Padre Nuestro, Jesús hace todavía algunas recomendaciones muy importantes sobre la oración mediante dos parábolas. En ellas compara la oración con la petición que se hace a un amigo o a un padre. Con la parábola del amigo importuno no quiere decir que debamos insistir para convencer a Dios de escucharnos; más bien nos quiere enseñar que con la perseverancia en la oración (de la que también nos habla la primera lectura [Gn 18, 20-32]) se fortalece nuestra fe y nuestra esperanza, se mantiene viva y despierta nuestra amistad con Dios. Con la parábola del padre al que sus hijos piden un pan o un pescado, el Señor quiere que confiemos en la bondad de Dios, nuestro Padre, que sabe dar no solo cosas buenas a sus hijos, sino siempre lo mejor.
Al mismo tiempo, nosotros como hijos debemos aprender qué pedir a nuestro Padre. A veces nos puede pasar que nos enfadamos porque Dios no nos concede lo que pedimos, pero puede ocurrir que lo que pedimos no sea aquello que conviene en verdad a nuestra vida o que en nuestra petición seamos más bien egoístas. Por eso, al final del evangelio Jesús nos anima con la confianza de que el Padre «concederá el Espíritu Santo a quienes se lo pidan». Es el Espíritu Santo quien nos enseña a orar como conviene, nos inspira para buscar cumplir en nuestra vida la voluntad de Dios, para vivir con sabiduría y amor.
Oremos con confianza a Dios nuestro Padre, presentémosle con fe viva nuestras necesidades y pidámosle que nos conceda hoy y siempre el Don del Espíritu Santo, auténtico Maestro de vida y de oración.
Víctor Francisco López Méndez
Seminarista de cuarto de Teología