LA PENITENCIA: EL HOMBRE en camino HACIA DIOS
Introducción
La experiencia de la culpa en el ser humano no es exclusiva del mundo cristiano, sino que de hecho, es una experiencia que se encarna en el mismo ser del hombre. Es interesante observar cómo muchas personas buscan por todos los medios posibles recobrar la paz y la tranquilidad que una mala acción les ha quitado.
Sin embargo, partiendo de esta realidad nos podemos preguntar ¿La culpa consiste sólo en un sentimiento? ¿El pecado afecta a toda la realidad del hombre? ¿Cualquier medio al que la persona acuda realmente es eficaz para recobrar el estado que se tenía antes de cometer una mala acción?
La Iglesia, fiel al mandato que su Señor le ha dado, debe, precisamente anunciar la misericordia y el amor de Dios a los hombres, pues ha sido Cristo quien mediante su muerte en cruz nos ha reconciliado ontológicamente con el Padre. Por tanto, la culpa no sólo es un sentimiento sino que efectivamente es un estado del alma que afecta no sólo el estado emocional o afectivo, sino toda la existencia humana.
Es a partir de la realidad antropológica del sentimiento de la no inocencia que este trabajo quiere comenzar a analizar el fenómeno de la reconciliación, de tal modo que partiendo del mismo misterio del hombre que experimenta la falta de plenitud y el sentimiento de culpa, se llegue a la necesidad de una reconciliación, la cual parece comenzar en el hombre, pero que en realidad surge por impulso de la gracia de Dios; por lo que es Dios mismo quien busca que el hombre lo busque.
Así, podemos ver la reconciliación no como un fenómeno exclusivamente antropológico, sino que de manera determinante Dios es causa eficiente y final del proceso de reconciliación, ya que Él ocasiona en el hombre la inquietud por buscar el perdón y asimismo Él le otorga el perdón.
I. La experiencia de la reconciliación en el hombre
El sacramento de la penitencia ha sido objeto por parte de no pocos fieles cristianos de una desvaloración, de tal modo que se ve a este sacramento como algo accesorio, no necesario para la vida cristiana; el problema de la penitencia en pocas palabras «no es “cómo” ni “cuándo” celebrar el sacramento, sino si realmente es necesario celebrarlo»[1]. Sin embargo, a pesar de esta actitud tan generalizada, el hombre no deja de sentir esa experiencia de pecado o de culpa, la cual lo lleva a anhelar la vivencia del desahogo y la reconciliación.
Lamentablemente, para zanjar esta necesidad de la experiencia del desahogo, muchos hombres y mujeres han optado por acudir a las ciencias psicológicas, y mediante ellas buscan un camino de sanación por medio del diálogo[2].
A partir de esta realidad, la Iglesia se enfrenta ante un reto al cual debe responder con gran energía, por lo que tiene la misión de hacer comprender mejor el sentido de la penitencia cristiana a todos los creyentes, comprensión que se debe realizar dentro del contexto de una experiencia histórica, personal y social de reconciliación y desreconciliación[3].
1. La experiencia personal de la culpa
Muchas veces hemos tenido la experiencia de escuchar a personas que realizan tal o cual devoción, acuden a tal o cual brujo, con la finalidad de estar en paz consigo mismos. El hombre siente la necesidad de experimentar la plenitud armónica en su totalidad ontológica, es decir, quieren sentir que en su vida todo, absolutamente todo, lo material y espiritual, esté marchando en orden. Este bienestar, lógicamente, no sólo es apariencia, sino que la persona busca por todos los medios posibles estar bien hasta en lo más profundo de su conciencia. Sin embargo, este deseo y búsqueda la mayoría de las veces sólo se queda en aspiración, sin convertirse en una alegre realidad.
El hombre, por tanto, parece ser que vive permanentemente en un conflicto consigo mismo, aspirando a cada instante, a que llegue finalmente ese momento de auto-reconciliación. Esta sensación de malestar se puede manifestar de tres modos fundamentales:
1) Experiencia de no totalidad: en esta experiencia el hombre constata que no hay coincidencia entre lo que es y lo que debe ser, entre su cruda realidad y el ideal deseado, de tal modo que se siente incompleto, llegando a experimentar un déficit existencial[4].
2) Experiencia de no inocencia: ante esa realidad no ideal e incompleta de su persona, el hombre además se da cuenta que la causa de su falta de totalidad radica en sí mismo, es decir, el hombre es consciente que es por su responsabilidad que no puede llegar a ser lo que quiere ser, y a pesar de todos los mecanismos para aminorar su culpa y autojustificarse, no deja de sentir la culpabilidad; en palabras de san Pablo se puede poner la expresión: «puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero» (Rom 7,19)[5].
3) Experiencia de dependencia: el hombre además se da cuenta que vive inmerso en un medio alienante y alienado, por las estructuras que experimenta dentro de la sociedad, estructuras que ciertamente no son sólo su responsabilidad, sino que dependen de todo un sistema de relaciones y circunstancias que le son ajenas, y así descubre que algunas realidades son producto de múltiples condiciones de las cuales depende necesariamente y no puede cambiar, concibiéndose en cierto modo como alguien planificado y programado en alguna medida.
2. Misión de la Iglesia ante la experiencia de culpa en el hombre
Ante las realidades anteriores en las que el hombre se experimenta desreconciliado y responsable de su situación, la Iglesia debe asumir la misión que el Señor Jesús le ha encomendado: ser luz para las gentes mediante la acción de liberar y reconciliar a los hombres.
Sin embargo, para cumplir esta tarea debe, en primer lugar, asumir de modo responsable y pleno su misión humanizadora, de tal manera que lleve al hombre (a cada hombre) a ser plenamente hombre, a darse cuenta de su condición humana e invitarlo a desarrollar todas las dimensiones que entrelazadas íntimamente forjan su personalidad. Esta tarea, pareciera que no tiene ningún vínculo con el mensaje cristiano propiamente dicho, pero se puede concebir como presupuesto necesario para la evangelización. Se podría utilizar como ejemplo, de modo análogo, la afirmación: «Sin una adecuada formación humana, toda la formación sacerdotal estaría privada de su fundamento necesario»[6], así pues, la Iglesia debe contribuir a la humanización de la persona, para luego cristianizarla, creando espacios para el encuentro, la acogida, el diálogo y las relaciones interpersonales[7].
Por otra parte, la Iglesia también tiene la tarea de luchar y descubrir todos los falsos e ilusorios caminos de reconciliación, convirtiéndose así en liberadora y reconciliadora, conduciendo a la persona a una auto-reconciliación, la cual se llega a alcanzar cuando el hombre acepta y asume su condición humana y descubre en ella no un determinismo sino una posibilidad para ir humanizándose día a día: «el hombre se auto-reconcilia en la medida en que se acepta en lo que es: no como un “no”, ni como un “ya”, sino como un “todavía-no”, en lucha hacia la plenitud»[8].
Finalmente, la Iglesia cumplirá su misión reconciliadora y liberadora, en la medida en que sea capaz de abrir a la esperanza la posibilidad de una reconciliación plena y definitiva con Dios misericordioso[9]. En otras palabras, la Iglesia debe predicar y proponer a Cristo como el punto culmen al que el hombre debe dirigirse para sentirse plenamente liberado y auto-reconciliado.
3. La hetero-reconcilación como plenitud de la auto-reconciliación
Como más arriba se ha dicho, el hecho de reconciliarse consigo mismo consiste en reconocer lo que se es y lo que se está llamado a ser, de tal modo que se acepte y asuma la propia realidad, y a partir de esa realidad trabajar para lograr cada día configurarse con la meta e ideal. Por tanto, el hecho de la auto-reconciliación nunca debe concebirse como el conformismo y el estancamiento en la propia situación deficiente, pues ante todo el perdón de si mismo consiste en un proceso dinámico, gradual y progresivo.
Introduciéndonos propiamente en la concepción cristiana, el hombre solo podrá reconciliarse consigo mismo cuando su esperanza de reconciliación radique en la persona de Cristo. El cristiano afirma y cree que Cristo es la única posibilidad de una plena y real reconciliación, porque mediante su misterio pascual, esa reconciliación ha sido realizada. Así, el cristiano cuenta siempre con el Otro reconciliador, por encima de su propia capacidad (hetero-reconciliación). Sin embargo, Cristo proyectó realizar una reconciliación de modo eclesial, es decir, para realizar una auto-reconciliación plena se debe buscar una sincera reconciliación entre los hombres[10], pues la hetero-reconciliación consiste no sólo en unirse a Cristo, sino también en reconciliarse con los demás, ya que en los otros se descubre la verdad o la falsedad de nuestra reconciliación; es en este caso donde podemos recurrir a las palabras de San Juan «Si alguno dice: “Yo amo a Dios” y odia a su hermano, es un mentiroso» (1 Jn 4,20a). Por tanto, la reconciliación con los demás es condición necesaria para una auténtica reconciliación consigo mismo y con Dios.
4. La conversión como paso para la reconciliación
Hemos visto cómo el hombre experimenta en su existencia una serie de frustraciones y obstáculos que le impiden aceptarse y aceptar a los demás; y es la reconciliación la que le permite vivir un nuevo orden y proyectar un nuevo panorama.
Sin embargo, la reconciliación no tiene sólo por objeto la tranquilidad de la persona, sino que va más allá, invitándola a crear condiciones que le permitan establecer auténticas relaciones humanas, las cuales no surgen solamente del deseo de bienestar, sino que son fruto de una obra interior. Por tanto, la reconciliación exige de la persona un cambio profundo.
«En cuanto fenómeno religioso, la conversión es una experiencia interior que capta las fuerzas intelectuales, morales y aun corporales de la persona y las pone al servicio de la fe, de un proyecto religioso de vida; es una manifestación de la sensibilidad humana que se deja capar por verdades y valores que ofrecen una visión del mundo y de la vida de sentido trascendente»[11].
Es interesante ver a partir de la conversión cómo se despliegan dos horizontes: por un lado ver el pasado honestamente, de tal modo que se desea poner fin a una situación de pecado que impide llevar la vida a su plenitud; por otro lado, se proyecta la mirada hacia adelante, contemplando la existencia llena de gracia y alegría. Así, la conversión, a partir de estos dos horizontes, trae consigo el deseo de comunicar a los demás el cambio de existencia y el regalo que se ha recibido.
También dentro de la experiencia de la conversión, la fe desempeña un papel decisivo, pues la persona confrontándose con la fe se da cuenta de las formas de vida que debe abandonar, de tal modo que en este diálogo entre el hombre y la fe, Dios por pura gracia, se comunica con el hombre, se le revela y lo invita a una nueva forma de vida[12].
En el contexto eclesial se pueden distinguir dos formas de conversión: la primera y fundamental es la que va unida a la recepción del bautismo, significando ésta la incorporación a Cristo, a su misterio pascual, a su victoria sobre el pecado y a la comunidad que constituye el cuerpo de Cristo; por su parte, la segunda conversión tiene como fundamento la gracia recibida en el bautismo, y pretende hacer consciente al fiel cristiano de la riqueza y compromiso de la gracia que ha recibido, superando los obstáculos para la salvación, esta conversión se relaciona más estrechamente con la realidad antropológica y la situación concreta del creyente, que está llamado a experimentar el amor de Dios y ser testigo de amor en la comunidad eclesial y en el medio en que vive[13].
Por tanto, la eficacia de la segunda conversión aunque provenga principalmente de la gracia de Dios, exige igualmente el esfuerzo constante de los miembros de la Iglesia para encarnar en su existencia el mensaje evangélico de Cristo, el Señor.
II. Experiencia humana y sacramento de la reconciliación
1. Incapacidad del hombre de reconciliarse con Dios
«El pecado es un estado de esclavitud en sí mismo y de enemistad con Dios […] es la desconfianza por parte del hombre a Dios, y la consecuencia es el rompimiento entre Dios y el hombre […] es una negación personal a un mandato divino»[14].
El hombre, desde su creación había sido destinado por Dios a permanecer en su gloria, pero a causa de la pretensión de ser como Dios, cometió pecado, y fue privado de la gloria a la que estaba destinado. Por este pecado, el pecado original originante, todos los hombres somos constituidos pecadores. Sin embargo, nuestra naturaleza aunque herida, no se encuentra totalmente corrompida; no obstante, esta herida hace al hombre impotente para evitar los pecados personales, ya que lo somete a la ignorancia, a la muerte, al sufrimiento, por lo que queda el hombre incapacitado para reconciliarse con Dios[15].
2. Reconciliados por la muerte de Jesucristo
A pesar de que el hombre por sí mismo no puede reconciliarse con Dios, sin embargo, Dios, en su amor y misericordia, realizó la reconciliación perfecta por medio de la muerte y resurrección de Cristo, su Hijo unigénito. Cristo, al encarnarse se hace semejante en todo a los hombres, menos en el pecado; asume nuestra naturaleza y acepta nuestra vida pasando también por la muerte. Además, se convierte en víctima de expiación, derramando su sangre, consiguiéndonos la redención mediante una Nueva y Eterna alianza, que constituye una nueva relación entre Dios y los hombres[16]. Por tanto, si el hombre tiene la posibilidad de llegar a la reconciliación con Dios, no es por méritos propios, sino que nuestra redención y reconciliación han sido realizadas en la persona de Cristo, el unigénito de Dios, al precio de su sangre derramada en la cruz.
3. La situación vital del sacramento de la penitencia
De lo dicho anteriormente podemos afirmar que Dios por la redención de Cristo, su Hijo, nos llama a participar de su vida divina. Sin embargo, esta obra reconciliadora de Cristo es continuada por la comunidad eclesial con la gracia del Espíritu Santo. Por el sacramento del bautismo hemos sido reconciliados con Dios y hemos asumido la tarea de continuar la obra reconciliadora de Cristo mediante la misión. Sin embargo, en no pocas ocasiones, en vez de crecimiento se da una regresión en la vida cristiana por el pecado, pero por la fe sabemos que Dios nos sigue ofreciendo su gracia y perdón, a pesar de nuestra debilidad, este nuevo perdón se da mediante el sacramento de la reconciliación penitencial[17].
Dándonos cuenta de la importancia del sacramento de la reconciliación penitencial, para reorientar nuestra vida a la voluntad divina, estudiemos brevemente la situación vital del sacramento de la penitencia, la cual está constituida por una situación de pecado serio, unido a la voluntad de conversión, con la esperanza del perdón.
1) Situación de pecado serio: Esto es indispensable, ya que si no existe la conciencia de pecado o no hay pecado, no hay razón para la conversión. Además, el pecado que se dirige a la confesión no es cualquier pecado, sino que es aquél que supone y realiza una ruptura de la comunión y la amistad con Dios; de tal modo que el pecado mortal es el que constituye la situación propia de pecado que se encamina a la penitencia. Cabe mencionar que el pecado no es el centro del sacramento de la reconciliación, sino más bien es su trágico punto de partida, sin embargo, sólo a partir de la conciencia de pecado se inicia el proceso y la dinámica del proceso que lleva a la reconciliación[18].
2) Unido a la voluntad de conversión: Habiendo conocido la situación de pecado, «es preciso reconocerlo con voluntad sincera de conversión»[19]. La situación vital del sacramento no sólo está constituida por el pecado, sino que a esto debe sumarse también la voluntad firme de salir de tal situación pecaminosa mediante la conversión. La conversión es el centro de la penitencia, ya que de ésta depende el perdón y la reconciliación[20].
3) La esperanza del perdón: El perdón, de hecho, es la finalidad y objetivo del sacramento de la penitencia; todo el dinamismo del sacramento está impregnado por la esperanza del perdón, confiando en la misericordia amorosa de Dios, realizado por una mediación eclesial. El creer que Dios no puede perdonarnos, o no confiar en la eficacia del sacramento, constituye en sí el mayor obstáculo para que de hecho no se pueda alcanzar el perdón y celebrarlo. La acción de acercarse a la penitencia lleva pues consigo la esperanza confiada en que Dios, el único que puede reconciliarnos en plenitud, realmente lo haga[21].
III. Aspectos antropológicos del sacramento de la reconciliación
La estructura del sacramento de la penitencia trata de tomar los elementos esenciales de la reconciliación, tanto en lo referido a las exigencias antropológicas, como a las realidades que afectan la fe y la condición del cristiano en la Iglesia. Analicemos pues brevemente la contrición, la confesión y la satisfacción en su dimensión antropológica.
1. La contrición
La doctrina cristina niega firmemente que el dolor de arrepentimiento por el pecado se manifieste aisladamente, sin el acompañamiento de la gracia divina, ya que todo paso a la salvación es impulsado por la gracia divina. Sin embargo, el arrepentimiento es conducido por la fe en el Dios de la salvación.
El hecho del pecado no se trata solamente de un error externo del cual se tienen que asumir responsabilidades, sino que afecta e hiere profundamente el interior del hombre. La conciencia de pecado tiene una función muy específica: llevar al hombre a luchar contra él, vigilando que no vuelva a reiterarse, y es de esta conciencia de donde nace la contrición:
«En el proceso de la conversión, la contrición es el acto más profundamente humano, el que reconstruye en el interior mismo del hombre aquello que el pecado destruye, el que da a luz y nutre a la nueva criatura que se dispone a vivir con un espíritu renovado […] La contrición es signo y manifestación del amor de Dios, que despierta en el corazón del hombre la conciencia de su pecado y el deseo de purificación y perfección»[22].
Sin embargo, la contrición por sí misma no realiza la reconciliación, sino que necesita su externa manifestación mediante las palabras y las obras; mediante una acción eclesial, en la que la Iglesia proclama el perdón de Dios, esto se realiza en el sacramento de la penitencia[23].
2. La confesión
La confesión de los pecados en el sacramento de la reconciliación tiene una función muy peculiar ya que libera a la contrición de su privacidad y ocultamiento, convirtiéndola en un acto eclesial, en signo patente de que el pecador se ha arrepentido de sus actos, dando paso a la conversión.
Es importante señalar que la confesión de los pecados además de tener un valor jurídico para la validez del sacramento, en sí misma tiene un valor profundamente humano, ya que ésta constituye una expresión humana de verdadero arrepentimiento[24]. En palabras del Catecismo de la Iglesia Católica, se manifiesta la dimensión antropológica de la confesión de los pecados:
«La confesión de los pecados, incluso desde un punto de vista simplemente humano, nos libera y facilita nuestra reconciliación con los demás. Por la confesión, el hombre se enfrenta a los pecados de que se siente culpable; asume su responsabilidad y, por ello, se abre de nuevo a Dios y a la comunión de la Iglesia con el fin de hacer posible un nuevo futuro» (CEC 1455).
Por tanto, podemos considerar la confesión de los pecados, dentro del sacramento de la penitencia, como un acto religioso movido por la fe en Dios, por la cual el pecador expresa su arrepentimiento y reconoce humildemente su culpa, con la esperanza de alcanzar la misericordia de Dios[25].
3. La satisfacción
Antes de abordar el aspecto antropológico de la satisfacción es necesario resaltar que el perdón que Dios otorga al pecador arrepentido es totalmente gratuito, por lo que no depende esencialmente de la satisfacción sino de la sinceridad de conversión; pues el perdón concedido viene de la gracia de Dios y del mérito de la sangre de Cristo[26].
Sin embargo, las obras de satisfacción son necesarias y adecuadas por el significado que ellas comportan[27]:
1) Signo de compromiso personal: En el que se manifiesta la actitud que se ha asumido ante Dios, a partir del perdón otorgado; actitud que se traduce en una vida nueva.
2) Signo de unión con Cristo: El pecador perdonado es capaz de unir su propia mortificación (física y espiritual), a la Pasión de Jesús que la ha obtenido el perdón; no significa una acción masoquista sino de una expresión de solidaridad y agradecimiento con Cristo que lucha contra el pecado del que somos responsables.
3) Signo de que queda una sombra en el pecador perdonado: Aun cuando el pecador ha sido absuelto, queda en él una especie de sombra, debido a las heridas del pecado y a la debilitación de las facultades espirituales, por tanto, debe continuarse la lucha contra las consecuencias del pecado mediante prácticas ascéticas y espirituales.
Así, el sacramento de la penitencia, viéndolo en toda su globalidad, constituye el medio con el que el cristiano pecador accede a los frutos del misterio pascual de Cristo, desde una obra penitencial que se inserta en el mismo misterio de Cristo y de la Iglesia y que, por ser obra individual y eclesial, participa de la acción redentora de la gracia de Cristo[28].
Conclusión
El hombre, a lo largo de su vida, ha experimentado en algún momento la sensación de intranquilidad, de culpabilidad por alguna acción realizada, la cual en vez de humanizarlo con mayor intensidad, lo deshumaniza y lo estanca en su desarrollo personal. Esta sensación de culpa nos permite ver que en el corazón humano existe una ley inscrita en su corazón que le reprocha aquellas acciones que van en contra de su dignidad como persona.
Sin embargo, en nuestra cultura postmoderna, en muchas ocasiones, las personas tratan de aminorar y quitar estos sentimientos de intranquilidad por medios científicos y/o esotéricos, en vez de acudir al mismo Dios para que devuelva la tranquilidad en su alma.
Es precisamente uno de los retos que la Iglesia debe afrontar en pleno siglo XXI: dar a los hombres de todo el mundo esperanza fundada en la persona de Cristo, como el único que puede dar paz y felicidad plena a nuestra existencia.
La Iglesia, como sacramento de Cristo, tiene la misión de hacer presente a su Señor por medio de los sacramentos instituidos por Él; sin embargo, a pesar de las renovaciones y reformas dadas a los rituales sacramentales, muchos creyentes aún no están convencidos de la eficacia de las mediaciones sacramentales. Uno de los sacramentos que se encuentra en crisis por este dilema de minusvaloración es el sacramento de la reconciliación, pues muchos cristianos no han sabido cómo integrar en su vida el propio sacramento, de tal modo que siente que no les sirve, y por tanto, no lo asumen como un medio importante para la reconciliación.
La Iglesia tiene por tanto tiene una tarea muy concreta dentro de este ámbito: evangelizar a las personas del verdadero sentido de la reconciliación desde su dimensión antropológica, pues no se puede dar paso a la Revelación, sin antes poner los fundamentos humanos para hacer ver la necesidad de la reconciliación como fenómeno antropológico necesario para el desarrollo pleno del hombre.
A partir de este fundamento, se podrá dar paso al anuncio de la persona de Cristo como único medio pleno de reconciliación con la persona misma, con los demás y con Dios; de tal modo que el cristiano se dé cuenta que es necesario acudir a Jesús, el Cordero de Dios que quita el pecado, para recobrar la tranquilidad, y no solo la tranquilidad sino la gracia y la amistad con Dios que ha sido perdida por las acciones contrarias a su voluntad.
Sólo será a partir de esta conciencia de la necesidad de acudir a la persona de Cristo, como el único que nos reconcilia con Dios, cuando la Iglesia deberá recalcar la importancia de las mediaciones sacramentales celebradas en ella, por mandato del mismo Señor.
Es necesario pues hacer ver que los sacramentos son acciones del mismo Cristo, realizadas en la Iglesia, para la santificación del hombre y la glorificación de Dios, de tal modo que el cristiano se acerque, en esta caso, a la Reconciliación no por un mero motivo jurídico, sino convencido de que mediante su acto de contrición sincera, confesión humilde y satisfacción reparadora está acogiendo la gracia de Dios que lo invita a recurrir a su misericordia.
Por tanto, la Iglesia está llamada a invitar a los hombres a buscar la paz, la tranquilidad, y más que eso: la comunión y amistad con el mismo Dios, mediante el sacramento de la Reconciliación, el cual cobra su eficacia a partir del misterio pascual de Cristo, en el cual el Señor, por medio de su sangre derramada, nos redime y nos reconcilia con Dios.
Asimismo veamos en los pasos para una buena confesión, no sólo requisitos, para realizar un acto jurídico, sino que profundicemos en sus dimensiones antropológicas que en sí mismas expresan la actitud del cristiano, que llamado por Dios primeramente, quiere obtener el perdón de su Padre misericordioso.