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DOMIGNO DE RAMOS

“Para que…toda rodilla se doble…y toda lengua confiese: ¡Jesucristo es Señor!”

Con la celebración del Domingo de Ramos iniciamos hoy la Semana Santa. En este día la Iglesia recuerda la entrada de Cristo nuestro Señor a Jerusalén para consumar su Misterio Pascual. Los invito, pues, a reflexionar juntos la palabra de Dios que ilumina este grande Misterio que celebramos.

En la primera lectura estamos ubicados en lo que se conoce como el tercer cántico del Siervo del Señor, donde se acentúa su ser de discípulo fiel a Dios, formado en la escuela de la Palabra, para consolar. Su misión es enseñar a todos los que temen al Señor y a todos los que anden extraviados. Esta misión no será fácil; aquí se explica el aspecto doloroso de la misión: tendrá que enfrentar incluso la hostilidad y la agresión física; sin embargo, él soportará fielmente, pues espera el triunfo definitivo que Dios le concederá.

Para exhortar a vivir en el amor cristiano, Pablo presenta a los filipenses el ejemplo del Señor, a través de un himno con el cual las comunidades cristianas expresaban su culto de adoración a Jesucristo. Su contenido y forma externa está regido por el esquema “humillación/exaltación”, de tantas resonancias bíblicas: “delante de la gloria va la humildad” (Prov. 15, 33; cfr. Sal. 113, 7), y que en el Antiguo Testamento encuentra su máxima expresión en el canto del Siervo del Señor (cfr. Is. 53). El apóstol expresa esta humillación/exaltación de Jesús a través de un proceso de descenso/ascenso, que lo llevó desde una preexistencia en estado de igualdad con el Padre a encarnarse y tomar la condición humana sin diferenciarse de ningún otro hombre. 

La expresión utilizada es audaz y vigorosa: “se vació de sí”. Este paso de la preexistencia a la historia lo describe el apóstol lacónicamente en 2 Cor. 8, 9: “siendo rico se hizo pobre”. De esta vida encarnada en nuestra pobre condición humana destaca la obediencia de un Jesús cumpliendo siempre la voluntad del Padre. La obediencia al Padre define toda su existencia hasta el extremo de la cruz. A esta humillación total sucede su exaltación por la acción soberana de Dios, es decir, la resurrección y la glorificación de Cristo. Y esta exaltación queda todavía más acentuada por el título que el Padre otorga a Jesús “Señor” –en griego “Kyrios”-, palabra que traduce el nombre de Yahvé, Dios, en la versión griega del Antiguo Testamento; “para que…toda rodilla se doble…y toda lengua confiese: ¡Jesucristo es Señor!”.

La pasión de Jesús es paradójicamente –en la narración de Mateo- la pasión del Hijo del hombre, del Señor de la gloria, del juez universal destinado a dar cumplimiento a la historia de la humanidad. El evangelista refleja esta condición en una narración de intensa dramaticidad, manifestada en los detalles propios de su evangelio y en la tención continua entre poder y servidumbre. El que podía haber recurrido a más de doce legiones de ángeles para librarse de las manos de los hombres se deja capturar inerme, calla ante los “grandes” sin utilizar manifestaciones sobrenaturales. Su muerte rubrica el paso a una condición totalmente nueva desde el punto de vista religioso, humano y cósmico. Mateo subraya particularmente su soledad en Getsemaní, la humildad de su oración al Padre (“si es posible…”) y su confesión a los discípulos, a los que confía no sólo su tristeza mortal, sino también la debilidad de su carne. El evangelista insiste también en el cumplimiento de las Escrituras para indicar que la pasión entra de lleno en el plan salvífico de Dios. A pesar de todo el pueblo elegido no ha comprendido y se hace culpable de la sangre del Inocente, esa sangre que sanciona “la nueva y eterna alianza”, la única que puede redimir de todo pecado.

La pasión del Señor nos pone en silencio. Un silencio más profundo que las múltiples voces que nos rodean y que habitualmente nos invaden. De lo hondo del corazón brota una pregunta que no podemos evitar: ¿por qué? La respuesta nos la da el mismo Jesús, que dice: “esta es mi sangre derramada por todos, para el perdón de los pecados”. Contemplemos al Hijo del hombre, al Señor glorioso, humillado por nosotros, injuriado, perseguido. Miremos al Hijo de Dios, que no queda crucificado para salvarse a sí mismo, sino para salvarnos a todos nosotros. Fiel al designio del Padre, fiel al amor del hombre, ha asumido el abandono extremo debido al pecado, para que nosotros, libres, pudiésemos gustar la alegría de la comunión con Dios. Que se conmueva la tierra por nuestra habitual indiferencia, que se despedacen las rocas de los corazones empedernidos. Hoy se nos brinda la gracia de la pasión de Cristo. Al nombre de Jesús, también nosotros doblamos las rodillas y, en silencio, humildemente, dejamos nuestros pecado a los pies de su cruz gloriosa, de su cruz de amor.