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DOMINGO DE RESURRECCIÓN

“Cristo resucitado y glorioso es la fuente profunda de nuestra esperanza, y no nos faltará su ayuda para cumplir la misión que nos encomienda.”

Con una alegría inefable, celebramos la resurrección del Señor. Y hoy, en este solemne y glorioso día de Pascua, al iniciar la gran fiesta de los cristianos -la gran fiesta de la fe- podría ser oportuno preguntarnos si sabemos exactamente lo que creemos. Quisiera únicamente que todos hoy nos interrogáramos sinceramente para que así podamos celebrar bien estas siete semanas de fiesta cristiana que es el tiempo pascual. Y, para celebrarlo bien, es necesario que sepamos bien qué creemos.

La pregunta sobre nuestra fe tiene una respuesta precisa y concreta: ser cristiano es creer en la resurrección de Jesucristo. Quien tiene esta fe -con todas sus consecuencias- es cristiano; quien no cree en la Resurrección, no puede llamarse cristiano (por más que pueda ser un hombre admirador de Jesús o un hombre religioso o un hombre justo). Ser cristiano no pide nada más ni nada menos que esto: creer que Jesús de Nazaret, después de seguir su camino de anuncio de la Buena Noticia del Reino de Dios, para ser fiel a ello hasta el extremo, aceptó el camino de la cruz con una fe, con un amor, con una esperanza total. Y que por ello Dios Padre le resucitó, es decir, le comunicó aquella plenitud de vida que Él había anunciado, constituyéndole así Señor -es decir, criterio y fuente de vida-, para todos los que creyeran en Él.

Pero hagamos un paso más. Hagámonos otra pregunta: ¿Cómo los que creemos en Cristo resucitado, vivo, vivimos nosotros vinculados a su vida? Y la respuesta será: la consecuencia de nuestra fe en Cristo vivo, es que nosotros creemos que su Espíritu -aquel Espíritu de Dios que dicen los evangelios que estaba en él- está en nosotros. El tiempo de Pascua debe significar para los cristianos un progreso en esta fe en el Espíritu de Jesucristo que penetra, ilumina, fortalece, nuestro camino. Porque es gracias a que el Espíritu Santo está presente en mí, en ti, en cada uno de nosotros, que yo, tú, todos nosotros, estamos injertados, vinculados con Jesucristo resucitado.

Las lecturas que hemos escuchado nos muestran cómo en primer lugar los apóstoles son testigos de la resurrección del Señor y de ahí la importancia del testimonio apostólico: la resurrección de Jesús es el corazón de la predicación y de la fe cristiana. Este gran acontecimiento, sólo se puede aceptar desde la fe, pues no es un hecho constatable físicamente, puesto que la palabra de Dios nos describe ciertos signos, pero no nos dice en qué consistió el hecho mismo de la resurrección, ya que constituye un acontecimiento, como lo dice el catecismo de la Iglesia católica, histórico, porque sucedió en un tiempo determinado, pero a la vez trascendente, porque sobrepasa las barreras espacio  temporales. Los signos han de ser interpretados no en su actualidad material, sino que deben ser interpretados, desde la óptica de la fe, trascendiendo  su mera materialidad: “el otro discípulo, vio y creyó”. Esta es la finalidad. Por otra parte, el discurso de Pedro está estructurado en cuatro etapas: bautismo de Jesús, ministerio en Galilea, muerte y resurrección y vivida por la comunidad cristiana como la raíz y fundamento de su existir y su creer. 

En el Evangelio se nos describe cómo María magdalena se dirige al sepulcro, ella “amó a Cristo, vivo, muerto y Resucitado”, como nos dice un libro titulado, “El amor de Magdalena”.   El amor auténtico pide eternidad. Amar a otra persona es decirle «tú no morirás nunca» – como decía Gabriel Marcel. De ahí el temor a perder el ser amado. María Magdalena no podía creer en la muerte del Maestro. Invadida por una profunda pena se acerca al sepulcro. Ante la pregunta de los dos ángeles, no es capaz de admirarse. Sí, la muerte es dramática. Nos toca fuertemente. Sin Jesús Resucitado, carecería de sentido. «Mujer: ¿Por qué lloras? ¿A quién buscas?» Cuántas veces, Cristo se nos pone delante y nos repite las mismas preguntas. María no entendió. No era capaz de reconocerlo.

Así son nuestros momentos de lucha, de oscuridad y de dificultad. «¡María!» Es entonces cuando, al oír su nombre, se le abren los ojos y descubre al maestro: «Rabboni».. Nos hemos acostumbrado a pensar que la resurrección es sólo una cosa que nos espera al otro lado de la muerte. Y nadie piensa que la resurrección es también, entrar «más» en la vida. Que la resurrección es algo que Dios da a todo el que la pide, siempre que, después de pedirla, sigan luchando por resucitar cada día. «La Iglesia ofrece a los hombres el Evangelio, documento profético, que responde a las exigencias y aspiraciones del corazón humano y que es siempre “Buena Nueva”.

La Iglesia no puede dejar de proclamar que Jesús vino a revelar el rostro de Dios y alcanzar, mediante la cruz y la resurrección, la salvación para todos los hombres». (Redemptoris Missio, n. 11) En las situaciones límites se aprende a estimar las realidades sencillas que hacen posible la vida. Todo adquiere entonces sumo valor y adquiere sentimientos de gratitud. «He visto al Señor» – exclamó María. Esta debe ser nuestra actitud. Gratitud por haber visto al Señor, porque nos ha manifestado su amor y, como a María, nos ha llamado por nuestro nombre para anunciar la alegría de su Resurrección a todos los hombres. Que la gracia de estos días sacros que hemos vivido sea tal, que no podamos contener esa necesidad imperiosa de proclamarla, de compartirla con los demás. Vayamos y contemos a nuestros hermanos, como María Magdalena, lo que hemos visto y oído. Esto es lo que significa ser cristianos, ser enviados, ser apóstoles de verdad.