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DOMINGO IV DE CUARESMA

“Despierta, tú que duermes, levántate de entre los muertos, y Cristo será tu luz”

La luz es esencial para poder ver lo que existe a nuestro alrededor, para poder identificar las cosas; gracias a la luz podemos ver el rostro de nuestros hermanos y disfrutar de la belleza de la creación, pues nuestros ojos no están capacitados para ver en la oscuridad, sino que necesitan de la luz. Hoy en nuestro mundo son cada vez más las personas que necesitan de anteojos para mirar mejor, pues la falta de agudeza visual provoca una limitante para el desempeño laboral, social y familiar. Por lo tanto, la vista es esencial y para poder ver ocupamos la luz, que es en gran parte proporcionada por el sol.

En este domingo la Palabra de Dios nos presenta el tema de la luz y su contraparte la ceguera, es decir, el impedimento físico para poder ver la luz y todo lo que ilumina. El Evangelio nos habla de un ciego de nacimiento, el cual es visto por Jesús como una oportunidad para que en él se manifieste las obras de Dios. Este hombre vivía desde el inicio de su vida en las tinieblas, no sabía qué era la luz, sin embargo, tuvo este encuentro con Jesús, Luz del mundo. 

Este personaje invidente escuchó y llevó a cabo lo que le pidió Jesús para recobrar la visión: “Ve a lavarte en la piscina de Siloé. Él fue, se lavó y volvió con la vista”. El encuentro con Jesús y el hacer lo que Él pide, le cambia la vida, lo hace pasar de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida, de la exclusión a la inclusión del pueblo de Dios. En este acto de Jesús por aquel hombre ciego, vemos a nuestro Salvador separando nuevamente la luz de la oscuridad, como Dios Padre lo hizo en la creación.

Esta curación fue motivo de una disputa entre los fariseos. Algunos replicaban: “¿Cómo puede un pecador hacer semejantes prodigios?” Y había división entre ellos, sin embargo, en medio de esta discusión, el que había sido ciego ahora la hace de árbitro y ofrece su propia confesión de fe: “El hombre que se llama Jesús hizo lodo, me lo puso en los ojos y me dijo: Ve a Siloé y lávate, fui me lave y comencé a ver”, pero los jefes de los judíos no creyeron y tratan de anular el milagro preguntando a sus padres: “¿Es éste su hijo, del que ustedes dicen que nació ciego? ¿Cómo es que ahora ve?”, pero éstos argumentan que su hijo ya es mayor de edad para responder por sí mismo, pues temían que los expulsarán de la Sinagoga por reconocer a Jesús como Mesías.

Entonces, volvieron a llamar al recién curado para interrogarlo de nuevo diciéndole: “Da gloria a Dios. Nosotros sabemos que es un hombre pecador”, a lo que contesto aquel agraciado por Jesús: “Si es pecador, yo no lo sé; sólo sé que yo era ciego y ahora veo”, Con esta respuesta el ciego sanado muestra gran prudencia con su respuesta y una fe audaz, y a pesar de todo los jefes judíos, reconocen que Jesús le abrió los ojos al preguntarle: ¿Cómo te abrió los ojos?”, e involuntariamente también lo reconocen como a un discípulo suyo al decir: “Discípulo de ése lo serás tú”. 

La fe en Jesús, le causó al “ciego” la expulsión de la Sinagoga, sin embargo, para este nuevo creyente esto ya no era una desgracia, pues los fariseos lo expulsaban y Cristo lo acogía. Este hombre, que ahora veía perfectamente y que acogió la verdadera fe en el Hijo del hombre, les hizo ver que en aquel en el que ahora creía con fe firme no era un pecador como ellos afirmaban, pues Dios no escucha a los pecadores.

Este pasaje nos muestra que para creer en Jesús es necesario quitarnos la ceguera espiritual, aquella que nos impide reconocer y ver la luz de Jesucristo. Todos nosotros hemos recibido esa luz en el bautismo, en este sacramento fuimos rescatados de las tinieblas del pecado original, y por él recibimos la Luz que es Cristo, el cual es simbolizado en el cirio pascual. Por lo tanto, ya lo dice san Pablo en la carta a los Efesios: “Caminad como hijos de la luz”, este es el mandato del Señor a cada uno de nosotros, ser testigos y portadores de la luz, siempre buscando todo aquello que agrada al Señor. 

Durante este tiempo de cuaresma, que es una oportunidad de conversión, de acercarse a la luz, pidamos al Señor que ilumine nuestras tinieblas con su misericordia, que nos abra los ojos del corazón para no dejarnos seducir por las obras de las sombras, sino que aceptemos su luz del perdón, de su ternura y amor de un Padre hacia cada uno de nosotros, pues este tiempo fuerte de penitencia el Señor nos dice: “Despierta, tú que duermes, levántate de entre los muertos, y Cristo será tu luz”.