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DOMINGO V DE CUARESMA

EL QUE ESTÉ LIBRE DE PECADO QUE TIRE LA PRIMERA PIEDRA

Muchos piensan que no debería de haber ley, puesto que ésta le impide al hombre ser feliz y ser realmente libre. Mejor sería eliminar las leyes. Vivir en la anarquía, con ninguna ley más que uno mismo. Así cada quien haría lo que se le viniera en gana y realmente se respetaría su derecho a la libertad y se alcanzaría la felicidad. Indudablemente esta forma de pensar suena atractiva, pero preguntémonos: ¿Realmente la ley nos esclaviza y nos oprime, impidiéndonos ser libres y felices? ¿Podríamos vivir sin ley? ¿No viviríamos en un caos? ¿Qué está pasando en nuestros tiempos con los que quieren vivir sin ley? ¿No están provocando un conflicto social y gran desorden? Supongamos que se eliminaran todas las leyes hechas por los hombres, ¿Podríamos también quitar la ley moral que tenemos inscrita cada ser humano en lo más profundo de nuestra conciencia y de nuestro corazón, que nos manda hacer el bien y evitar el mal?

Me parece que esto es imposible. El caso contrario es el de quienes les encanta aplicar la ley “a raja tabla” a los demás, pero no a sí mismos: muy duros para con los demás, pero muy laxos para sí mismos. El Evangelio de este domingo nos habla de un caso donde precisamente se toca el tema de la aplicación de una ley. Israel, como cualquier pueblo y cultura, tiene una ley, en este caso se trata de la Ley de Moisés. Dentro de sus normas, estaba la de apedrear a una mujer cuando se le sorprendiera cometiendo el acto de adulterio. Estaba muy clara la norma.

Los escribas y fariseos (Autoridades religiosas de Israel) sorprendieron a una mujer cometiendo tal delito y le ponen una trampa a Jesús al preguntarle qué decía Él al respecto. Lo querían “arrinconar” y ponerlo “entre la espada y la pared”. Si decía que no se le matara, estaba contradiciendo a la Ley mosaica, pero si decía que sí, Él mismo se contradeciría, puesto que anunciaba el amor a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo. Según ellos no tenía salida.

Pero Jesús fue más hábil y no se metió en problemas con la ley de Moisés – Él mismo se sometió a la Ley -, sino que apeló a otra ley, la de la conciencia, que es donde Dios nos habla más íntima y más fuertemente. Al examinarse de frente a Dios, ninguno de los acusadores del Evangelio se consideró “libre de pecado” y desde el más viejo hasta el más joven se fueron yendo de Jesús y la acusada. No se trata de juzgar con rapidez a los demás –pues Jesús no vino a juzgar; vino a salvar- , sino de, primeramente ver cómo estoy yo viviendo mi relación con Dios y con los demás; relación basada en el amor y no en el legalismo y en la condena.

Finalmente, Jesús sana e invita al amor –ya que el pecado es falta de amor-, con su Palabra, con su gesto, con su persona y sobre todo con su amor a la acusada: “Yo tampoco te condeno, vete y no vuelvas a pecar”. Si nosotros nos juzgáramos primero a nosotros mismos antes de juzgar a los demás, otra cosa sería: no seríamos tan prontos para condenar, sino que, al igual que Jesús, haríamos tiempo “escribiendo en la tierra” para no condenar sino para exhortar a la conversión en el amor. Que la celebración de la Eucaristía de este domingo nos haga reconocer nuestra indignidad ante Dios, pero sobre todo su grande amor y misericordia para con nosotros y, con esta conciencia, no condenemos sino, como Jesús, perdonemos y salvemos.