¡No tengan miedo!
Al leer el evangelio de este domingo nos damos cuenta que en tres ocasiones Jesús nos dice “no teman”. Él nos quiere liberar del miedo. Éste es nuestra condición existencial: nos acompaña desde la infancia hasta la tumba. Cuando somos niños tenemos miedo a la oscuridad, a quedarnos solos, a que nos regañen, a que nos insulten, a los animales, etc. En la adolescencia hay miedo a la relación con el otro sexo, a la autoridad de los adultos, a ser rechazados, etc. Y, el adulto experimenta la angustia del mundo, del futuro, advierte su vulnerabilidad en un mundo violento y enloquecido. A estos miedos tradicionales se añaden los creados por el mismo progreso tecnológico: las guerras, la contaminación atmosférica, el desempleo, etc.
El miedo es una manifestación de nuestro instinto fundamental de conservación. Es la reacción ante una amenaza transportada a nuestra vida, la respuesta a un peligro verdadero o presunto. Desde el peligro mayor de todos, que es el de la muerte, a los peligros concretos, que amenazan o la tranquilidad o la seguridad física o nuestro mundo afectivo.
Jesús nos quiere liberar del miedo. Él nos da el remedio: la confianza en Dios, creer en la providencia y en el amor del Padre celestial. La verdadera raíz de todos los miedos es volvernos a encontrar solos. Esto continúa siendo el miedo del niño, el de estar abandonado. Y Jesús nos asegura precisamente esto: que no seremos abandonados. “Si mi padre y mi madre me abandonan, el Señor no me abandonará” (Sal 27,10). Igualmente, si todos nos abandonaran, Él no. Su amor es más fuerte que todo.
San Pablo nos enseña un camino práctico para vencer los miedos. Él pasa revista en un cierto punto a todas las situaciones de peligro y las cosas, que han amenazado hundirle en la vida: “¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación? ¿La angustia? ¿La persecución? ¿El hambre? ¿La desnudez? ¿Los peligros? ¿La espada?” (Rm 8,35ss). Con cada una de estas palabras él alude a un hecho real, que le ha sucedido. Mira, por lo tanto, todas estas cosas a la luz de la gran certeza que tiene de que Dios le ama; y concluye triunfalmente: “Pero en todo esto salimos más que vencedores gracias a aquel que nos amó” (Rm 8,37). Estamos invitados a hacer lo mismo.
Jesús nos quiere liberar de los miedos y nos libra siempre. Él, sin embargo, no tiene un solo modo para hacerlo; tiene dos: o nos quita el miedo del corazón o nos ayuda a vivirlo de un modo nuevo, más libremente, haciendo de ello ocasión de gracia para nosotros y para los demás. Él mismo ha querido hacer la experiencia. En el huerto de los olivos, donde leemos, “comenzó a sentir pavor y angustia” (Mc 14,33). El texto original sugiere hasta la idea de un pánico solitario, como el de quien se siente separado y fuera de la comunidad humana, en una soledad inmensa. Y lo ha querido experimentar precisamente para redimir también este aspecto de la condición humana. Desde aquel día, el miedo, especialmente el de la muerte, vivido en unión con él tiene el poder de levantarnos, más que deprimirnos, hacernos más atentos a los demás y más comprensivos; en una palabra, más humanos.
Jesús nos ha dicho: no les tengan miedo a los hombres….no teman a los que matan el cuerpo….no teman, pues. Él quiere liberarnos del miedo, que podamos enfrentarlo y vencerlo. Esto solamente se puede cuando tenemos puesta nuestra confianza en Él, y no en las cosas de este mundo, cuando nos sentimos amados por Él y, cuando le pedimos con fe que nos “libre de todo mal”. Digámosle siempre: “Señor danos la fuerza que tuviste en el Getsemaní para que nosotros podamos afrontar y liberarnos de todo miedo y ansiedad”.