«Hazte tanto más pequeño cuanto más grandes seas y hallarás gracia ante Dios»
La liturgia de la Palabra de este Domingo parece coincidir en subrayar una virtud específica: la humildad, la virtud de los santos; en la vida de los hombres y mujeres, que la Iglesia ha elevado a los altares, a través de todos los tiempos, podemos encontrar esta virtud común; por eso podemos afirmar con toda verdad que sin humildad no se puede llegar a la santidad.
Como en otras ocasiones Jesús aprovecha las circunstancias más ordinarias de la vida para dejarnos grandes enseñanzas, el Evangelio de este Domingo nos dice que Jesús asistió a una comida en casa de un fariseo y al ver la actitud de los invitados cuenta una parábola, que concluye con una afirmación lapidaria: «El que se engrandece a sí mismo, será humillado; y el que se humilla, será engrandecido». Sin duda que este mensaje no fue bien recibido por aquellos hombres invitados la comida, dado que éstos al buscar los primeros lugares estaban engrandeciéndose a sí mismos y por tanto debieron sentir que aquellas palabras tan llenas de verdad afectaban su estilo de vida.
Este consejo de Jesús no se reduce sólo a una norma de cortesía, no se trata sólo de buenos modales a la hora de estar a la mesa, Nuestro Señor está afirmando una cosa realmente trascendental, la humildad tiene que ver con la verdad de la vida; significa que el hombre humilde no es aquel bien portado, que guarda las normas de urbanidad y cortesía, sino el hombre que es veraz y auténtico, pues la humildad es la virtud que nos pone frente a nosotros mismos, frente a los demás y frente a Dios de una manera clara y directa, sin rodeos ni apariencias, sin dobles caras y ambigüedades, sin simulación y chantaje, sin medias verdades y engaños.
El cristiano humilde es aquel que reconoce la necesidad que tiene de Dios, que sabe que todo es gracia, que no tenemos nada que no hayamos recibido de nuestro Padre del cielo, esta conciencia nos lleva a evitar la soberbia, pecado que nos hace sentirnos dueños absolutos de nosotros mismos, de los bienes que poseemos y en casos extremos hasta de los demás hombres. El hombre soberbio pone su confianza en sus fuerzas y en sus bienes, en su inteligencia y poder, olvidando que todo esto es don de Dios y que son medios para construir el Reino de Dios y para nuestra salvación.
Pidamos al Señor el don de la humildad, la sabiduría de vida para saber y reconocer que todo lo que somos y tenemos lo hemos recibido de Dios, que seamos hijos agradecidos, pequeños ante la grandeza de Dios, sencillos y servidores de los demás, poniendo nuestra inteligencia y capacidad al servicio del Reino.