«¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Bendito el reino que llega!»
Hemos vivido el camino cuaresmal con espíritu de fe y arrepentimiento, cuarenta días de avanzar en busca de este momento. Domingo de ramos, Domingo de la pasión del Señor, el color litúrgico rojo nos recuerda que el inicio de esta semana santa es cruento, la hora del Cordero ha llegado, su entrada triunfal a Jerusalén se convierte en realización plena de las promesas mesiánicas.
Jesús es el verdadero Rey de Israel, ante el cual la imagen y recuerdo de los grandes reyes antiguos palidece como una sombra cuando llega el sol a su plenitud; realmente Jesús es el Bendito, el que viene en nombre del Señor llevando a plenitud las promesas del Padre, realizando en su persona la salvación de todos los hombres. En Jesús el Reino de Dios es una realidad, Reino de justicia y de paz, Reino de fraternidad y solidaridad, Reino que es salvación integral para el hombre.
Nos puede resultar una imagen un poco extraña, ver a Jesús que entra en la gran Jerusalén como un héroe, aclamado y ovacionado por todos, y saber que en unos días será despreciado, humillado y conducido a la muerte de Cruz. Cómo conciliar estas dos imágenes, qué hizo cambiar de opinión a aquella turba entusiasmada que el Domingo aclama a Jesús y el viernes le rechazará.
Si lo pensamos bien, toda la vida de Jesús está inmersa en una tremenda paradoja, lo cual es perfectamente comprensible si nos detenemos a contemplar la pedagogía divina a lo largo de la historia de la salvación. Su nacimiento pasó casi desapercibido, un niño indefenso recostado en un pesebre ¡¿el Rey de Israel?! No suena muy lógico, al menos no dentro de nuestra lógica humana; un predicador itinerante, seguido de pescadores, publicanos y prostitutas sería realmente el Mesías, el salvador, pues a simple vista se podría pensar que ¡jamás! Pero Dios quiso compartir nuestra humanidad, romper nuestra lógica, mostrarnos un camino radicalmente distinto.
El Mesianismo de Jesús no es monárquico ni con pretensiones de poder o dominio, sino un mesianismo de servicio y entrega a los demás, la Cruz es el signo más elocuente de esta forma de amar. Jesús no realiza la salvación del hombre mediante la fuerza o el control, sino mediante la entrega, no sólo de algo que le pertenece, sino de su vida misma, Jesús no se queda con nada, se entrega total y radicalmente en obediencia absoluta a la voluntad del Padre, por eso su reino no es de este mundo, no puede serlo, es el reino de Dios, presencia y acción salvadora para todos los hombres, por eso sólo los sencillos pueden entender este modo de actuar de Dios. Sólo en actitud de pobreza es que se recibe el reino de Dios, se entiende que la Cruz es la forma más excelente de amar, que el sacrificio y el don de la vida no es un absurdo, sino la mejor forma de vivir, pues es la forma que el mismo Dios ha elegido para realizar nuestra salvación.
Aclamemos a Jesús, levantemos nuestras palmas en señal de alabanza hacia nuestro salvador, emprendamos el camino de estos días santos, acompañemos a nuestro Rey en estos días en que llega a plenitud su misión entre nosotros, abramos nuestro corazón y entendimiento para penetrar poco a poco el misterio de la Cruz.