El 11 de octubre la Iglesia universal fue testigo de un gran acontecimiento: la inauguración del «Año de la Fe». Tal evento tiene como fundamento y motivación, la celebración del 50 aniversario de la inauguración del Concilio Vaticano II y también por el 20 aniversario de la promulgación del Catecismo de la Iglesia Católica. Además de la celebración del Sínodo de los obispos para la nueva evangelización.
Tanto en el documento Porta Fidei, carta en forma motu proprio, con la cual se convoca el «Año de la fe» así como en la homilía de la misa de apertura del mismo; encontramos la invitación a vivir, celebrar y a compartir nuestra fe, en consecuencia podemos afirmar: la fe es un don para compartir.
El «Año de la fe» tiene como finalidad mostrar al mundo la alegría de creer, y de hacer a quienes no creen partícipes de esta alegría, que no se fundamenta en placeres banales, ni alegrías pasajeras, sino en un acontecimiento, una persona concreta: Jesucristo.
La fe es un don que Dios nos ha dado, como tal tiene varias dimensiones: el origen, es decir, Dios benevolente que nos lo da; el don en sí mismo, la fe y la disponibilidad de quien lo recibe. A estos tres elementos les podemos añadir uno más, que es la experiencia vivencial. Pues no se puede recibir un don y no vivirlo. El vivirlo implica dos cosas, dar testimonio y comunicarlo a los demás.
La Iglesia ha recibido el don de la fe, junto con él la exigencia de vivirlo y compartirlo. Para ello, la Iglesia vive de acuerdo a su naturaleza, es decir, misionera. En primera instancia, los viajes misioneros de los apóstoles, en especial de san Pablo, quien nos da ejemplo de vivir coherentemente con la fe que hemos recibido, ese es el sentido de su expresión «Hay de mí si no evangelizo» (1 Cor 9,16). Después, toda la acción misionera realizada por un sin número de monjes y religiosos de todas épocas y lugares. Gracias a esa labor se extendió la fe por todo lugar.
La actividad misionera de la Iglesia no es otra cosa que cumplir con el mandato misionero, que Cristo le encomienda «id y predicar el evangelio a toda creatura» (Mc 16, 14) en otras palabras, vayan por todo el mundo compartiendo la fe en Cristo, quien es fundamento y contenido pleno. La Iglesia no ha hecho otra cosa a lo largo de XX siglos que actuar de acuerdo a su esencia, esto es misionera. Por tanto, la Iglesia tiene que ser misionera y no hacer misión.
La fe nos lleva a la verdad, por ello la Iglesia ha impulsado tanto la actividad misional, en especial en tierras que no conocen el Evangelio, las cuales no por ello están totalmente perdidas, sino que desde su realidad y vivencia de fe propia pueden llegar a salvarse, pues «las semillas del Verbo han sido diseminadas en todas las culturas de la tierra», pero que mejor que tales semillas lleguen a su madurez, plenitud y perfección con el conocimiento de Cristo. Ese es el designo salvífico de Dios, «que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2,4).
En este mismo contexto, la jornada mundial de las misiones, tiene como objetivo llevarnos a reflexionar sobre una eclesiología misionera y tomar conciencia de la prioridad de evangelizar, pues fe y anuncio no se yuxtaponen, al contrario se exigen. En efecto, el anuncio no es otra cosa que transmitir la fe de una manera testimonial y, de esta forma, la fe se convierte en anuncio y el anuncio se concretiza en caridad.
Esta es la esencia del don de la fe. Efectivamente, «la fe en Dios es ante todo un don y un misterio que hemos de acoger en el corazón y en la vida, y del cual debemos estar siempre agradecidos al Señor. Pero la fe es un don que se nos dado para ser compartido; es un talento recibido para que dé fruto; es una luz que no debe quedar escondida, sino iluminar toda la casa. Es el don más importante que se nos ha dado en nuestra existencia y que no podemos guardarnos para nosotros mismos» (Mensaje para la Jornada Mundial de la Misiones 2012).
La fe vivida y testimoniada nos lleva a recorrer el camino de toda nuestra vida, un don que se va compartiendo y alimentado, pues la fe se fortalece creyendo, pero ¿cómo se va a creer si no hay quién comparta el don de la fe? por tal motivo la acción misionera de la Iglesia se debe intensificar en este «Año de la Fe». Claro está que primero se debe esforzar por vivir al interior una verdadera experiencia de encuentro con quien es el contenido de nuestra fe: Jesucristo, debido a que nadie da lo que no tiene; para luego ir comunicar nuestra experiencia de encuentro a los demás. Por eso, la necesidad de tener una conciencia misionera, la cual nos permite vivir de acuerdo a nuestra propia naturaleza, que nos lleva a compartir con los demás la fe en Cristo, que será la que nos congregue en un solo pueblo y nos lleve a la salvación.