Este es mi Hijo, el escogido. ¡Escúchenlo! El evangelio de este segundo domingo de cuaresma nos relata el evento de la Transfiguración de Jesús. Es un episodio que viene después de la primera predicción de la pasión y que revela el ser profundo de Jesús; un episodio que prepara a los apóstoles a superar el escándalo de la cruz y a entender la gloria de la resurrección. El evangelio nos narra: “Jesús tomó consigo a Pedro, Juan y Santiago y subió al monte a orar. Y mientras oraba, su rostro cambió de aspecto y sus vestidos brillaban de blancos”. En la oración Jesús se une al Padre, y esta unión se manifiesta con la Transfiguración, Jesús se vuelve glorioso, resplandeciente.
Pero esta glorificación tiene una relación con todo el plan de Dios. Afirma el evangelista: “Y he aquí que dos hombres conversaban con Él: eran Moisés y Elías, los cuales aparecían en gloria, y hablaban de su partida, que iba a cumplir en Jerusalén. Así es expresada la relación entre la Transfiguración y la pasión de Jesús; la Transfiguración tiene una conexión muy estrecha con ella. En la Transfiguración Dios se manifiesta de modo similar a los otros episodios del Antiguo Testamento en los cuales son protagonistas Moisés y Elías. Ellos recibieron una revelación y una misión. En la Transfiguración también nosotros recibimos una revelación de Dios y una misión de Él. Esta vez la revelación no es de espaldas, como en el caso de Moisés, sino con un rostro, el de Jesús. El rostro humano de Jesús manifiesta la gloria divina, cambia el semblante. Es una visión extraordinaria, que impresiona a Pedro y a los otros dos apóstoles.
Nos alegramos, porque ahora tenemos la revelación de Dios en un rostro que si puede contemplar. Dios se revela en el rostro de Cristo. “Quién me ha visto, ha visto al Padre”, dice Jesús en el evangelio de Juan (14,9). Nosotros estamos invitados a contemplar la belleza y la grandeza de Dios en el rostro de Jesús. La misión que recibimos de Dios se resume en una sola palabra: “Escúchenlo”. Ahora no se trata más de una serie de mandamientos que observar, sino de una relación con una persona. Los cristianos tenemos como ley a Cristo mismo, deben escucharlo. Y si escuchan a Cristo en la oración, en la búsqueda de su voluntad, entonces escuchan a Dios. La ley del cristiano es una ley de libertad, porque es una ley de amor, y el amor solo existe donde hay libertad.
Así los apóstoles son preparados para superar el escándalo de la cruz, recibiendo como anticipo la revelación de la gloria filial de Jesús. Y son preparados para interpretar bien la resurrección, no como una cosa sucedida a un simple hombre, sino como la manifestación de la gloria que Jesús tenía ya antes de la creación del mundo.
En la segunda lectura Pablo habla de nuestra transfiguración. Afirma que “nuestra patria está en los cielos y de allá esperamos como salvador al Señor Jesús, el cual transfigurará nuestro miserable cuerpo para conformarlo a su cuerpo glorioso”. Estamos destinados a ser transfigurados. Por eso, la Transfiguración de Jesús es también la revelación y la anticipación de nuestro destino.
Nuestra transfiguración comienza aquí, en la tierra. No es un evento enviado solo en la parusía del Señor, sino un evento que obra ya en nuestra existencia terrena. Quien es fiel a Cristo, quien ora, quien busca la voluntad de Dios, viene transfigurado poco a poco. Esto lo podemos ver sobre todo en el rostro de los santos. Su vida espiritual y apostólica ha hecho que su rostro se transfigurase, se volviera luminoso, capaz de atraer a la gente. La suya no era una belleza humana, sino una belleza divina, que penetraba todo su ser humano.
También nosotros somos transfigurados cuando oramos, cuando abrimos todo nuestro ser al amor que viene de Dios, para ser también nosotros generosos, misericordiosos, llenos de comprensión y de indulgencia como es Él. Entonces nuestro semblante se transfigura.
Estamos en cuaresma, un tiempo propicio para comenzar nuestra transfiguración, siendo fieles a Cristo y abiertos a su gracia, que tiene el poder de transfigurar todo nuestro ser.