«Las vocaciones signo de la esperanza fundada sobre la fe», temática que se inscribe perfectamente en el contexto del Año de la Fe y en el 50 aniversario de la apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II.
Ya lo decía Pablo VI, en un Radiomensaje del 11 abril 1964, «Donde son numerosas las vocaciones al estado eclesiástico y religioso, se vive generosamente de acuerdo con el Evangelio». Esta semana tiene como objetivo implorar a Dios el don de santas vocaciones y proponer a la reflexión común la urgencia de la respuesta a la llamada divina. Esta significativa cita anual ha favorecido, en efecto, un fuerte empeño por situar cada vez más en el centro de la espiritualidad, de la acción pastoral y de la oración de los fieles, la importancia de las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada.
La esperanza es espera de algo positivo para el futuro, pero que, al mismo tiempo, sostiene nuestro presente, marcado frecuentemente por insatisfacciones y fracasos. Una verdad consoladora e iluminante que sobresale a lo largo de toda la historia de la salvación es, por tanto, la fidelidad de Dios a la alianza, a la cual se ha comprometido y que ha renovado cada vez que el hombre la ha quebrantado con la infidelidad y con el pecado.
En todo momento, sobre todo en aquellos más difíciles, la fidelidad del Señor, auténtica fuerza motriz de la historia de la salvación, es la que siempre hace vibrar los corazones de los hombres y de las mujeres, confirmándolos en la esperanza de alcanzar un día la «Tierra prometida». Aquí está el fundamento seguro de toda esperanza: Dios no nos deja nunca solos y es fiel a la palabra dada. Queridos hermanos y hermanas, ¿en qué consiste la fidelidad de Dios en la que se puede confiar con firme esperanza? En su amor. El amor de Dios sigue, en ocasiones, caminos impensables, pero alcanza siempre a aquellos que se dejan encontrar. La esperanza se alimenta, por tanto, de esta certeza: «Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él» (1 Jn 4,16). Él, que vive en la comunidad de discípulos que es la Iglesia, también hoy llama a seguirlo.
Y esta llamada puede llegar en cualquier momento. También ahora Jesús repite: «Ven y sígueme» (Mc 10,21). Para responder a esta invitación es necesario dejar de elegir por sí mismo el propio camino. Seguirlo significa sumergir la propia voluntad en la voluntad de Jesús, darle verdaderamente la precedencia, ponerlo en primer lugar frente a todo lo que forma parte de nuestra vida: la familia, el trabajo, los intereses personales, nosotros mismos. Significa entregar la propia vida a él, vivir con él en profunda intimidad, entrar a través de él en comunión con el Padre y con el Espíritu Santo y, en consecuencia, con los hermanos y hermanas. Esta comunión de vida con Jesús es el «lugar» privilegiado donde se experimenta la esperanza y donde la vida será libre y plena.
Las vocaciones sacerdotales y religiosas nacen de la experiencia del encuentro personal con Cristo, del diálogo sincero y confiado con él, para entrar en su voluntad. Es necesario, pues, crecer en la experiencia de fe, entendida como relación profunda con Jesús, como escucha interior de su voz, que resuena dentro de nosotros.
La oración constante y profunda hace crecer la fe de la comunidad cristiana, en la certeza siempre renovada de que Dios nunca abandona a su pueblo y lo sostiene suscitando vocaciones especiales, al sacerdocio y a la vida consagrada, para que sean signos de esperanza para el mundo.
En efecto, los presbíteros y los religiosos están llamados a darse de modo incondicional al Pueblo de Dios, en un servicio de amor al Evangelio y a la Iglesia, un servicio a aquella firme esperanza que sólo la apertura al horizonte de Dios puede dar.
Por tanto, ellos, con el testimonio de su fe y con su fervor apostólico, pueden transmitir, en particular a las nuevas generaciones, el vivo deseo de responder generosamente y sin demora a Cristo que llama a seguirlo más de cerca. La respuesta a la llamada divina por parte de un discípulo de Jesús para dedicarse al ministerio sacerdotal o a la vida consagrada, se manifiesta como uno de los frutos más maduros de la comunidad cristiana, que ayuda a mirar con particular confianza y esperanza al futuro de la Iglesia y a su tarea de evangelización. Esta tarea necesita siempre de nuevos obreros para la predicación del Evangelio, para la celebración de la Eucaristía y para el sacramento de la reconciliación.