Pero esta situación plenamente humana se ve iluminada por la fe. En Cristo todo la realidad, incluida la muerte, adquiere un nuevo sentido, pues en Él todo se transforma, todo se hace nuevo.
En nuestro Símbolo de la Fe, decimos: «Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro». Esta afirmación tiene su fundamento en Cristo Jesús, quien experimentando la muerte, la ha vencido con su Resurrección. En Él, morimos y en Él también resucitamos, esta es nuestra fe, esta nuestra esperanza. Así que la muerte, consecuencia del pecado (Gn 2, 17; Rom 5, 12), fue transformada por Cristo, plenamente hombre experimentó no sólo el sufrimiento, sino la muerte y la soledad del sepulcro, pero la «asumió en un acto de sometimiento total y libre a la voluntad del Padre. La obediencia de Cristo transformó la maldición de la muerte en bendición» CEC 1009.
Gracias a Cristo la muerte tiene un sentido positivo; el hombre, que por el bautismo, participa ya desde ahora de la vida divina, sabe que la muerte es el final de esta vida física, pero el paso a la verdadera vida en Dios, con la muerte en Cristo la vida se transforma, no se acaba, se disuelve esta morada terrenal y se inicia nuestro gozo eterno junto a Dios, Uno y Trino.
De modo que la muerte no es ni una persona ni una santa, es un acontecimiento, es el paso a la verdadera vida en Dios. Hablamos de una santa muerte, más aun, pedimos una santa muerte, es decir, que Dios nos conceda morir en su gracia, en paz, reconciliados, con el alma preparada a vivir este encuentro definitivo con Él. No debemos temerle a la muerte, al contrario debemos de tal manera desearla que podamos decir como Pablo: «Para mí la vida es Cristo y la muerte una ganancia» Fil 1, 21, «pues si hemos muerto con Él, también viviremos con Él» 2 Tim 2, 11.