A 125 años del natalicio del vate máximo Ramón López Velarde, quien fuera alumno de nuestro Seminario y autor de la Suave Patria, compartimos un texto del Mtro. Juan Antonio Caldera Rodríguez publicado en el No. 70 de la Revista Pastores, portavoz del Seminario de Zacatecas.
Ramón López Velarde, la pasión inútil
Ramón López Velarde nació en el seno de una familia católica. Fue acólito en la Parroquia de Jerez en los tiempos memorables del señor cura Jesús Reveles. Ingresó al Seminario Conciliar de la Purísima de Zacatecas [hoy Museo Manuel Felguérez], en 1900. Esa salida hacia Zacatecas habría de determinar su camino, su encuentro con la poesía como la forma más formidable de mostrar su sensibilidad. Su estancia de dos años en el Seminario de Zacatecas dejaría una huella de sombra y de esplendor en su obra prosística y poética, obra que, por otra parte, cierra y abre un período extraordinario de la literatura de México.
Día de San Modesto, viernes, una de la madrugada. El clarín de algún tímido gallo parte la noche en dos. Húmeda noche la de Jerez, líquida, olorosa a limoneros y a naranjos. Todo es ajetreo y felicidad. La mano de alguna sirvienta traza señales en el cielo: ha nacido el primogénito del matrimonio López Velarde-Berumen. El infante se defiende del silencio con un sonoro grito. Era él, el poeta que había de ser, entre los mayores, el mejor de entre los nuestros. 15 junio de 1888: nacía al mundo Ramón Modesto López Velarde Berumen.
Fueron sus padres el licenciado Guadalupe López Velarde y María Trinidad Berumen Llamas. Don Lupe, como lo llamaban, había llegado a Jerez como juez de letras en 1885. Dos años más tarde, en 1887, en la iglesia Parroquial, el padre Inocencio López Velarde, sería testigo de la unión sacramental. Un año después nacería el pequeño Ramón.
¿Cómo era aquel niño de mirada adusta e inteligente? ¿Qué observaba? ¿Qué historias oyó? ¿Qué cosas del mundo lo dejaban perplejo? ¿Qué imaginaba? Hay una foto de 1890 —contaba con dos años de edad— y basta verla para persuadirnos con uno de sus biógrafos: “Es difícil mirarlo —dice— sin sentir que se está frente a un mariscal atareado con un problemas de estrategia militar”.
Lo cierto es que en aquel niño solemne y de catadura altiva se adivinaba una superior sensibilidad, una singular manera de ser con el universo que lo rodeaba: esta casa, estos muebles, estas jaulas, aquel pozo, aquella jaculatoria, aquella madrina, las cabelleras y, más acá su propio corazón. Todo le reservaba una sorpresa. El mundo lo había hechizado.
Fue en el otoño de 1900 cuando debió abandonar la casa paterna. Su padre lo enviaba al Seminario de Zacatecas. Mundo nuevo de imágenes y de libros, de presencias y de ausencias. No sin antes sopesar la trascendencia de su partida y no sin antes despedirse de todos, seres y objetos, van a refugiarse alma adentro; ya nada será igual. Sabe –y ese debió ser un descubrimiento mayor- que nada es inmutable. Que si alguna dicha tuvo ésta ha vencido sus puertas y se ha ido lejos, lejos del azul valle de Jerez, o se ha quedado como átomo somnoliento en las paredes de su casa. Al despedirse y como si sellase un pacto con ésta, y con cuanto que representaba en su imaginación germinal, clava un papel en la puerta donde, fresca aún la tinta, se leía:
Ya me voy de esta casa querida
Donde todas las dichas viví.
Era un niño de 12 años y parecía que se le escapaba el mundo. O que entraba otro. Más tarde, recordando su entrada no muy triunfal al Seminario, escribiría:
Mi padre y el señor Rector quedaron sentados frente a frente, en los sillones. Yo, en el sofá. El ajuar era de bejuco. Mi padre hablaba y hablaba, bastante conmovido, ora encomendable al Rector, ora amonestándome. De pronto dos gruesas lágrimas nacieron de los ojos del Rector y, rodando fugaces, cayeron sobre la sotana. Aquellas lágrimas me asustaron, y me han fomentado hasta hoy una gratitud formal. Pocas veces he provocado en la vida efusiones tan hondas como la de aquel Rector que lloraba. [R. L. V., Obras, compilado por José Luis Martínez, 1990].
La estancia de Ramón en el Seminario de Zacatecas duró cosa de tres años. De allí se trasladó al de Santa María de Guadalupe de la ciudad de Aguascalientes, donde permaneció hasta 1905 y donde continuó sus estudios de latín y letras clásicas, además de matemáticas, física, geografía y derecho en las que, al igual que en sus estudios de Zacatecas, obtuvo excelentes notas. En junio de 1905 Ramón había cumplido 17 años. De estos años dotan sus primeros poemas, y aunque se ha dicho que desde antes había comenzado a escribir versos, es cosa cierta que nunca los llegaremos a conocer.
¿A quién iban dirigidos los primeros poemas, que, aunque ingenuos, delataban la primera pasión? Mucho se ha escrito sobre esta página de la vida de López Velarde. ¿Quién fue el amor de su vida? ¿Quién lograba iluminar las palideces de su corazón con una intensidad tal que fue principio y fin de su existencia? En uno de los primeros poemas fechado precisamente en 1905 y certeramente titulado A un imposible, se puede leer:
Me arrancaré, mujer, el imposible
amor de melancólica plegaria,
y aunque se quede el alma solitaria
huirá la fe de mi pasión risible.
¿Por qué es risible su pasión? ¿Y por qué es imposible? En dichas preguntas late un nombre: Josefa de los Ríos, la prima pálida y buena que alegró su niñez, la dueña ideal de su primer suspiro. No podemos saber por qué la amó más que a todas las mujeres; sí sabemos que fue el centro de su vida sentimental y poética. A ella van dedicados los versos del primer volumen de sus poemas publicado en 1916, La sangre Devota. Allí se pueden contemplar las contradicciones del amor por Fuensanta, como llamaría a su musa ideal. Fuente Santa de donde emergen las aguas curativas, pero también las que niegan el alivio. Contradicción del espíritu pero también de la sangre, de la carne. Los poemas son la fuente donde se resuelve esa contradicción. A través de ellos el poeta salva la angustia que de otra manera lo habría aniquilado. Hay una herida, es cierto, una herida que aunque apenas visible, irá acrecentándose hasta convertirse en llaga. Algunos han dicho de La Sangre Devota, su primer libro de poemas publicado en 1916, que son los poemas de la frustración. Hay algo de esto, pero en lo que muy pocos aciertan a decir es la condición de honda conciencia de saber que es irrealizable el amor que siente por Fuensanta. Saberse en un abismo existencial, en un surtidor de honda amargura metafísica ante los “amados espectros” de un rito que se resuelve [o se ilumina] en desencanto, en premonición de muerte. El amor y la muerte son los dos platillos de la “balanza con escrúpulos” como escribió Octavio Paz, de esa pasión irredenta de un poeta, el poeta jerezano López Velarde, que fincó una estética nueva en la literatura de México.