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SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS

Con esta solemnidad de Pentecostés llegamos al final de la cincuentena Pascual, en la que hemos celebrado con gran alegría la Resurrección de nuestro Señor Jesucristo, días en los que la Palabra de Dios nos ha preparado a recibir el Don por excelencia, el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Hijo nos ha enviado desde el Padre. Jesucristo envía el Espíritu Santo, abogado y defensor, santificador de las almas.

En verdad, el Espíritu Santo nos precede y despierta en nosotros la fe, de tal modo que sólo quien posee el Espíritu Santo puede proclamar que Cristo es Señor. El Espíritu Santo con su gracia es el «primero» que nos despierta en la fe y nos inicia en la vida nueva.

Creer en el Espíritu Santo es profesar que es una de las personas de la Santísima Trinidad, consubstancial al Padre y al Hijo, como proclamamos en el Credo, «que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria». Aquél que el Padre ha enviado a nuestros corazones, el Espíritu de su Hijo (cf. Ga 4,6) es realmente Dios.

Hoy es la fiesta del fuego, del soplo de vida, de la unidad en la diversidad, la fiesta del Don, que da la vida, del animador y santificador de la Iglesia, del Espíritu de Dios. Él viene a cerrar este ciclo maravilloso de alegría pascual y a proyectarnos hacia la misión universal, cumpliendo el mandato del Señor: ir por todo el mundo y proclamar el Evangelio. 

Nuestra vida cristiana consiste en vivir en Cristo y esto se realiza mediante la fe, esperanza y caridad; y esto sólo es posible a la luz de la presencia y de la acción del Espíritu Santo en el hombre justificado, pues sin la referencia al Espíritu Santo sería imposible concebir la vida de la fe, esperanza y caridad como aquel proceso de crecimiento que conduce al hombre a la plena configuración con Cristo.

En el evento de la regeneración  el Espíritu Santo comunica al hombre los dones de Cristo como condición necesaria para la vida cristiana, en fuerza de estos dones el Espíritu habita en el hombre y lo transforma en una nueva creatura, lo eleva a la dignidad de hijo y lo capacita para emprender el camino de seguimiento, en el cual realiza concretamente la configuración con Cristo como forma cumplida de la vida cristiana.

Pues quien es el cristiano, sino el discípulo del Maestro, el testigo de la Resurrección, el que busca cada día ser más parecido a Cristo y esto sólo es posible por la presencia y acción eficaz del Espíritu Santo en nuestra vida.