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Un muchacho arrastrado por el viento de su vocación

 (Una lectura de La primera Pascua de Jesús Lc 2,41-52)

En medio del desierto de silencio de los treinta años de vida oculta de Jesús, aparece, como un oasis, la narración sobre el viaje a Jerusalén, cuando tenía doce años. Algo muy grande ocurrió en realidad en aquel viaje, a parte de la historia del niño que se pierde.

La fecha era impórtate para Jesús: era del día de su entrada oficial en la vida religiosa de su pueblo. Algo parecido a lo que en nuestros días supone la primera comunión para un niño cristiano, pero hecha con la mayor conciencia que los doce años permiten. Acudir al Templo de Jerusalén al menos una vez al año, era una obligación que comenzaba a regir a los doce años, víspera del Bar-Mitsvá que a los trece les constituía en miembros de pleno derecho del pueblo sacerdotal.

Para Jesús todo era nuevo. Su boca estaría llena de preguntas y curiosidades, sus ojos no darían abasto de tanto cuanto tenían que ver. Al muchacho le dominaba la idea de entrar por primera vez en el templo, su estancia como bebé no contaba para su psicología de adolecente, en aquel santuario que, desde siempre, era el centro de su corazón. Todo judío entraba en él con el pecho agitado y a Jesús debía de golpeársele el corazón al pisar por primera vez aquellas lozas doradas que casi cegaban, al herirlas el sol. Ésta era la casa del Dios de los judíos, la casa de su Padre. Jamás un muchacho ha sentido en la historia una emoción como la suya aquella tarde cuando, hacia las tres, comenzó el sacrifico vespertino.

Vio avanzar el cortejo de los sacerdotes, revestidos con toda la pompa de sus atuendos litúrgicos. Vio al sacrificador avanzar cuchillo en mano hacia el cordero que sujetaba uno de los levitas. Vio cómo ponía sobre él sus manos, cual si tratara de asociar su alma a la del animal, y luego hundir el cuchillo en la garganta del cordero. La sangre corrió y los sacerdotes derramaron la sangre sobre el altar. Era la primera vez en su vida que Jesús veía a un sacerdote. En la sinagoga estaba acostumbrado a una religiosidad más sencilla, ahora pasa a otra más honda y misteriosa. Seguro la experiencia tuvo que ser impactante.

 A sus doce años tenía ya capacidad suficiente para sumir en plenitud este encuentro total con su Padre Dios, y con la vocación que le estaba destinada. Es natural que su alma se sintiera golpeada, que quisiera ver más y más, que intentara enterarse de todo, preguntar, conocer, que tratara de llegar hasta el fondo de aquel mundo misterioso que se había descorrido como una cortina. Su pérdida en el templo no fue una casualidad, ni una aventura. Jesús a los doce años no es el chiquillo que se pierde entre un gentío. Es, por el contrario, el muchacho ávido de encontrar respuestas a las preguntas que arden en su alma. El ambiente del templo se prestaba para esa investigación. En los días de fiesta abundaban los doctores dispuestos a resolver las dudas de todos aquellos que requirieran instrucción religiosa.

Como sólo los dos primeros días y el último eran de plena fiesta, seguramente José y María volvieron a Nazaret al tercer día. Esto explica la insatisfacción del muchacho. ¿Cómo marcharse tan pronto ahora que tantos misterios se habían abierto ante sus ojos? Sus padres seguramente no descubrieron el terremoto espiritual que había producido en el alma de su hijo y prepararon con normalidad el regreso. El mismo hecho de que no se fijaran en la ausencia de Jesús demuestra la total confianza que tenían en él. Seguramente pensaron que iba con el resto de los muchachos que, como todos los niños de la historia, gustaban de correr delante de las caravanas.

Pero al darse cuenta de su ausencia, lo buscan. Al tercer día, le encuentran sentado entre los doctores, no enseñándoles, como comúnmente lo imaginamos, sino escuchando y haciendo preguntas. Verle ahí fue para sus padres una gran alegría, y al mismo tiempo un gran desconcierto: si estaba ahí, no es porque se hubiera perdido, es que se había quedado voluntariamente, que había abandonado a sus padres, más que haberlos perdido. Por eso las palabras de María tienen más de queja que de pregunta. No entiende la conducta de su hijo. Es lo que menos puede esperarse de él. Ha sido tan obediente y respetuoso.

Las primeras palabras que conocemos de Jesús son tan desconcertantes: ¿Por qué me buscabais? ¿Quiere decir que no debieron buscarlo, o simplemente dice que no debieron buscarlo siendo tan claro dónde tenía que estar? No lo sabemos. La siguiente frase es más desconcertante, María le ha dicho: “tu padre y yo te hemos buscado”. Y Él responde aludiendo a una paternidad superior. Cierto es que sus padres sabían que él tenía una paternidad más alta, cierto que sabían que su hijo tenía una vocación que les desbordaba a ellos y a cualquier hombre.

María y José no entendían lo que les decía. Ellos conocían el misterio que había rodeado el nacimiento de su hijo. Sabían que, si nadie es propiedad de sus padres, éste lo sería menos que ninguno. Pero en tantos años de silencio habían llegado a olvidarlo.

Por un momento debieron pensar que había llegado la hora, que el niño se quedaría en el templo para siempre, y por eso les extrañó que, después de esas palabras, hiciera ademán de regresar con ellos. Tampoco comprendían esto, pero ya estaban acostumbrados a vivir en la fe y de la fe. Ahora María y José sabían que el otro Padre de quien su hijo hablaba era el único que debía conducir la partida de aquella enorme vida. Les pareció que Jesús creció de repente, y se sintieron envueltos en aquel viento que arrastraba a su hijo hacia playas maravillosas a la vez que terribles.

He decidido compartir este fragmento del libro “Vida y Misterio de Jesús de Nazaret” del P. José Luis Martín Descalzo porque me parece muy ilustrativo el relato que hace de la “Vocación” de Jesús. Cómo Jesús sabe descubrir a través de los acontecimientos que marcan su existencia la vocación que Dios, su Padre le ha preparado. Y, también es apasionante ver las renuncias que tiene que hacer para responder generosamente a su Padre. Dejar a su familia, a quien tanto ama; “desobedecer” a sus padres, pero sólo por responder fielmente a su Padre; renunciar a sus posibles planes, a la vid que quizá había soñado, para lanzarse a vivir la aventura de vocación.

Espero este relato te anime, te motive a seguir la vocación que el Señor haya preparado para ti. El mismo Jesús ya nos mostró el camino, ¡Sigámoslo!